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El cielo había estado cubierto de nubes oscuras durante todo el día. Yo estaba sentada en el quicio de la gran ventana que casi llegaba al piso, mirando la carretera y esperando la lluvia. ¿Habría una tormenta con rayos y truenos? Si era así, no me dejarían salir; pero si era sólo una pacífica lluvia tropical, me podría poner la trusa y correr afuera por el patio y el jardín, bajo los árboles. Me encantaba pararme bajo sus copas y dejar que la lluvia me cayera encima, deslizándose de sus hojas. ¡Qué fresca y fragante era el agua que caía de los limoneros y naranjos!

Justamente entonces vi al hombre acercárseme. Era alto y tosco, con una barba descuidada, grandes cejas pobladas y la piel curtida por el aire y el sol. Traía un saco al hombro y me sorprendió verlo acercarse a la casa. Cuando tocó a la puerta, me asusté. En lugar de llamar a mi madre o a una de mis tías, fui a buscar a mi padre.

—Necesito trabajo —fueron las primeras palabras del hombre—. Y sé hacer de todo: sembrar, desyerbar, alimentar las gallinas, cuidar los caballos, ordeñar las vacas.

Mi padre no contestó. Yo sabía que no necesitábamos a nadie. La Quinta ya no era una verdadera finca. Casi no teníamos animales y no necesitábamos a nadie para alimentar las gallinas y los pavos reales de mi abuela. Pero el hombre estaba decidido a decirnos todo lo que sabía hacer.

—Puedo hacer carbón de leña, y ustedes parecen tener bastante marabú.

Tenía razón. Los matorrales espinosos que podían convertirse en carbón de leña habían cubierto casi todos los terrenos sin cultivar de la finca.

—No les costará mucho. Sólo un lugar para vivir y algo de comer —dijo, y luego me miró. Y una inmensa sonrisa le iluminó la cara—, y sé bastantes cuentos para contarle a la niña.

Vi a mi padre devolverle la sonrisa. No estaba seguro de que le interesara hacer carbón de marabú, pero seguramente algo habría que el hombre pudiera hacer. Samoné se volvió parte de la familia.

Había dicho la verdad. El trabajo parecía ser su vida y todo lo que hacía lo hacía bien. Se levantaba antes del amanecer y, excepto por una pequeña pausa para tomar una taza de café y un rápido desayuno, trabajaba hasta la puesta del sol.

La finca empezó a mostrar el fruto de su cuidado. Donde antes sólo había habido malas hierbas, ahora había una huerta. Las gallinas parecían poner más huevos, satisfechas con la hierba de canutillo recién cortada que él les traía del río. Había más pollos, más gansos.

Pero lo mejor de todo era que cada noche, después de comer, Samoné compartía con nosotros el talento que no había mencionado y el aire se llenaba de música. Se recostaba contra la pared en un taburete, una silla rústica con fondo y respaldar de cuero, y tocaba el acordeón. Aunque su voz usual era profunda y fuerte, nunca le oía cantar. En cambio, tarareaba muy bajito mientras tocaba el acordeón. Su instrumento cantaba por él: tangos melancólicos, dulces boleros, alegres polcas, habaneras encantadoras.

Y, así como durante el día trabajaba sin pausa, por la noche tocaba sin interrumpirse. Mientras mi madre me ayudaba a desvestirme y a ponerme el pijama, mientras mi padre me contaba cuentos, mientras yo me quedaba quietecita en la cama, tratando de no dormirme para seguir escuchando la música que entraba por la ventana, bañada en fragancia de jazmines.

Samoné llevaba un par de años con nosotros cuando volvió a sugerir que podía hacer carbón de leña. Mi padre trató de disuadirlo, diciéndole que era mucho trabajo y además peligroso, que apenas valía la pena el esfuerzo. Pero Samoné estaba determinado a empezar sus propios hornos.

Para hacer carbón de leña, primero había que cortar las matas de marabú y luego limpiar las ramas espinosas, hasta que sólo quedaran los troncos, limpios como varas. Estas varas luego se colocaban como si fueran un tipi indígena. Cuando ya había varias capas de varas, se cubrían con tierra, dejando sólo una pequeña abertura para prender la madera. La madera dura se quemaba lentamente y, después de varios días, se había convertido en carbón.

Era importante que el carbonero vigilara el horno de carbón, día y noche. Algunas veces, si el horno no estaba bien sellado, se inflamaba.

Otras veces, si la madera verde tenía mucha resina, explotaba. Samoné, sin embargo, nunca llegó a vigilar su horno.

Un día, mientras estaba cortando las espinosas matas de marabú, su machete se enredó en una rama rebelde, se le soltó de la mano y cayó sobre su brazo derecho, hiriéndoselo.

Faltaba poco para las Navidades cuando esto ocurrió. Mi madre y yo habíamos estado decorando el arbolito. Yo estaba sentada en la ventana de la calle, mirando a ratos el hermoso arbolito, y otros a un grupo de chicos que estaban empinando barriletes en el campo baldío al otro lado del camino.

De momento, Samoné llegó tambaleándose y casi se cayó. Iba dejando un rastro color carmesí.

—¡Mami! —grité, agradecida de que mi madre estuviera tan cerca.

Un carro que pasaba frente a la casa se detuvo para llevar a Samoné y a mi madre al hospital. Mientras se alejaban, ella iba sosteniéndole el brazo con toallas que se habían vuelto rojas como claveles encendidos.

Durante varias semanas, los dedos de Samoné, morados e inflamados, se asomaban al final de su brazo vendado. Sin poder trabajar, Samoné andaba como sonámbulo. Lo único que lo animaba un poquito era traer hierba fresca para las gallinas. Como no podía usar más que una mano, aquella tarea sencilla ahora le tomaba casi todo el día.

Yo tenía gran impaciencia por que le quitaran la venda. Pero cuando por fin se la quitaron, y la fea cicatriz le quedó al desnudo, Samoné descubrió que no podía conseguir que su mano respondiera. No podía cerrar los dedos, ni podía hacer que sostuvieran peso alguno.

Mi tío Medardito le dio a Samoné una pelota de goma y lo animó a que tratara de sostenerla, a que tratara de agarrarla con los dedos. Era tristísimo ver cómo la pelota se caía, una y otra vez. Samoné no se daba por vencido y se sentaba por horas en el portal con la pelota, pero se veía avergonzado y apenado de que la pelota se siguiera cayendo al suelo.

Desde el accidente, no se había vuelto a oír la música del acordeón por la noche. Ahora que el brazo ya no estaba vendado, el silencio de la noche me parecía todavía más triste. Empecé a ir al río con Samoné para ayudarlo a traer la hierba. Antes, cada vez que pasábamos juntos algún tiempo, me había contado cuentos sobre conejos listos y zorros malvados. Pero ahora todo lo que oía salir de su boca eran profundos suspiros. Era como si el propósito de su vida lo hubiera abandonado, como si se hubiera escapado por la mano que ya no podía usar.

Luego, Samoné empezó a desaparecer por las tardes. Nadie sabía adónde iba. Nadie decía nada, pero me daba cuenta de las miradas preocupadas de mi madre cuando empezó a desaparecer también a la hora de la comida. A veces, cuando no estaba, me parecía escuchar un eco de su música.

Y entonces, una noche, cuando ya estaba en la cama, la oí. Un poco tímida, y no tan brillante como antes, pero allí estaba, el hermoso sonido de una guajira, el dulce canto amoroso del campo cubano. Samoné, practicando tenazmente, donde nadie lo oyera, había encontrado el medio de volver a crear música.

Salté de la cama, me fui de puntillas al comedor, y miré al patio. Allí estaba, sentado algo torcido en su taburete, abriendo y cerrando el acordeón con las rodillas, mientras apretaba las teclas con la mano izquierda. Pero la música sonaba suave y clara, acompañada por el tarareo acostumbrado, mientras los rayos de luna que se filtraban a través de las ramas de los framboyanes, brillaban la sonrisa que iluminaba su cara.


Tomado de Tesoros de mi isla. Una infancia cubana. Ilustraciones de Edel Rodríguez y Antonio Martorell. Miami, Santillana USA Publishing Company, Inc., 2016, pp.38-45.

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