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La crisis del lujo (Charla en el Lyceum y Lawn Tennis Club, mayo de 1942)

La crisis del lujo (Charla en el Lyceum y Lawn Tennis Club, mayo de 1942)

Hace ya meses, y atormentada por el carácter abigarrado y estridente que se le venía dando a la moda en este par de trágicos años que acaban de pasar, pensaba yo en esos enfermos desahuciados, y sin embargo mantenidos falsamente a fuerza de oxígeno.

El esfuerzo realizado por mantener en pie y danzando el cadáver de la elegancia francesa, por el momento perdida para este hemisferio, podía ser altamente comercial, pero fue, en el fondo, grotesco. La gran equivocación de los creadores de modas, residió, sin duda, en no comprender que al morir París para este lado del mundo, como si se cerrase de pronto la ventana única por donde nos visitara el sol, no era una crisis de vestidos la que surgía, sino una crisis del espíritu como no habíamos sufrido las mujeres en varios siglos.

Es posible que de haberse estudiado el problema con un poco más de corazón y un poco menos de cabeza, de la profunda conmoción moral se hubiese extraído un fruto precioso; pero en esta ocasión se consideró sin duda más práctico dar el esquinazo a la verdad inmediata, y evadir el conflicto cubriendo de lentejuelas y colorines el fantasma de una oportunidad perdida para siempre en el tiempo.

Se hubiese tenido que ser un poco romántico, cosa reñida con el sentido comercial, para de aquel gran dolor femenino haber hecho surgir a una nueva mujer, radicalmente distinta, desnuda de puerilidad y ñoñería. A la Máter Admirabilis, en fin, que requería la historia en ese instante.

Pero no es posible hablar de lo que sintieron las mujeres en 1940, si no sabemos como pensaban anteriormente. Ni puede tratarse de la crisis actual de la elegancia y del lujo, sin echar una ojeada furtiva al pasado resplandeciente que encierran los últimos veinte años.

Hacia el 1900, cuando éramos tan sólo discípulos esporádicos de Francia, tanto en arte como en literatura, en ciencia como en elegancia, su producción nos colmaba con creces. Nos embriagaba hasta la saciedad el preciosismo del noventa y cinco. Junto a Théophile Gautier y a Pierre Loti, teníamos de vez en cuando un modelo de Worth o de Paquin y nos hubiera avergonzado el pedir más...

Pero andando los años, cuando el dolor de Europa nos hizo ricos y su miseria nos convirtió en el comprador de la bolsa repleta, en el codiciado cliente de América, empezó a no bastarnos la filigrana literaria, ni el frunce impalpable, ni la muselina de la India... Y comenzamos a exigirle a Francia más y más en todos sentidos. De su literatura se esperaba la clave del erotismo, de su arte la fuente de la voluptuosidad, de sus mujeres el filtro del amor eterno, de sus industrias los lujos no poseídos antes por nadie. Empezó así, a instancias de la oferta y la demanda más desorbitadas de estos tiempos, la carrera de locos que habría de traernos como de la mano al desastre del 20 de junio del año 40.

Eran los pueblos todos de la tierra a pedir, y Francia a dar... A darse, con esa prodigiosa e inagotable fecundidad de que fuimos testigos todos; a colmarnos de ciencia, de arte y de lujo hasta enfermarnos el alma!

Ahora, ya Francia caída, ya por tierra el engranaje de sus placeres y sus lujos, en añicos sus filtros mágicos, qué fácil nos ha sido enjuiciar desde nuestro cómodo sillón a la Francia inmoral!... A esa Francia a la que todos abandonamos cuando París se quedó a obscuras y ya no podía ofrecernos más que angustia y lágrimas; a esa Francia generosa y absurda, a cuyo desquiciamiento contribuimos todos; unos con su codicia, otros con sus vanidades, otros con su oro y de cuyo desplome todos somos un poco culpables!

Acaso los que teníamos la obligación de escarbar en los mercados de Europa para encontrar lo que pedía la clientela del lado de acá del mundo, seamos los únicos testigos fieles de aquel latir descompasado, de aquel desbordamiento de actividades industriales que el lujo y el super-refinamiento de las mujeres requería, mejor dicho, exigía, al que había de suministrarles a cualquier costo el talismán precioso de la última moda, del modo último de seducir y de triunfar!

La elaborada moda de los 20 y los 30.

No encontraremos en otra época a los creadores de lujos femeninos tan atareados en inventar nuevas fórmulas para las nuevas necesidades de las nuevas dientas. La industria del cosmético, vieja como el mundo, renacía omnipotente junto al cocktail y la joya falsa, para brindarnos en el mismo vértigo la ilusión de la belleza, del vigor y de la opulencia. La alegría y la juventud vendida en copas y en potingues mientras por dentro envejecía el espíritu al ritmo enervante de una vida sin noche.

No hubiese bastado una estación, ni un año, ni una existencia entera para usar y gozar de la producción diaria de la industria. El deseo de variedad y cambio se había convertido en gula; gula de emociones, infantil e insaciable. No estábamos entonces, como no lo estamos aún, maduros para lo sencillo, y llegó el día en que ni aun aquel raudal de lujos debía bastarnos. No llegaba a satisfacernos la compacta y maravillosa producción del artesano de Francia, ungida por siglos de cultura y de esfuerzo.

Cuando después de contemplar el desfile de doscientos modelos en casa de Patou, por ejemplo, veíamos al comprador norteamericano levantarse y marcharse sin comprar, y yo misma tenía que admitir que no hallaba en aquella prodigiosa colección de elegancias, el famoso traje de “mucho vestir” que pedían las señoras, el propio Jean Patou, cierta vez, me preguntó asombrado: “Pero, ¿qué es lo que ustedes pretenden? ¿Qué clase de vestidos esperan llevarse de París?”

Estos hechos frecuentes hicieron que las casas más comercializadas de París empezasen a producir el “modelo” especial para América, en el que se volcaba, con la mayor habilidad posible, cuanto existía en las gavetas de los talleres. Y se llegó por fuerza a crear la doble colección; la de los compradores de América, y otra que se enseñaba en noviembre, a la que se llamó “la colección de la parisiense”.

El día en que Reboux presentaba sus sombreros, las mujeres exclamaban ingenuamente: “¡Qué horror, están locos!” Pero estas locuras de Reboux estaban una semana más tarde en todas las cabezas.

De esta forma, las colecciones del 36, 37 y 38, tanto de trajes y sombreros como de telas, encajes y accesorios, llegaron a un límite de complicación y refinamiento jamás soñado. El muestrario de encajes de la casa Dognin llenaba una docena de maletas; las cintas de Gilleman abarcaban seiscientas tonalidades distintas; en los chifones de Bianchini teníamos sesenta y dos tonos de azul y cuarenta y cinco de rosa.

Confieso que para el comprador de esos años, comprar era un placer paradisíaco. Bien podían ser las doscientas cremas para el cutis, o las tres mil muestras de sedas estampadas que en unos días pasaban por nuestras manos, o aquellos brocados de Dúchame en los que trabajaban varios hombres durante un día para fabricar un metro de tejido. Dejábamos aquellos para perdernos en las lanas dulces de Lessur, teñidas en fantásticos colores para las tijeras de Elsa Schiaparelli, o en las faldas de veinte metros de Vionnet, en cuyo terciopelo cubierto de rosas las flores habían sido depiladas a mano en la propia tela, con pinzas de arreglar las cejas... Alix, por su parte, bordaba con diminutas plumas de colibrí el ruedo enorme de un traje de chi fón que costaría 25.000 francos...

No recuerdo qué invierno, al suprimirse el “patrón oro” en Inglaterra y elevarse en ese país fuertes barreras arancelarias a los perfumes de Francia, todo París estaba como de luto, y se hablaba sin cesar de quiebras y suicidios, de economía y sacrificio...

En este ambiente de incertidumbre y disgusto presentó Patou la colección más lujosa de su historia. Las pieles y las joyas legítimas que por primera vez lucían las maniquíes vivientes, ascendían a millones de francos. La policía secreta, de frac, cuidaba de los diamantes de Van Cleff Arpels, mezclada a la nobleza, a los intelectuales y a los artistas, mientras Patou desde sus terciopelos cuidaba de su crédito y sembraba una nueva ambición entre los mustios compradores de ese invierno.

“Es cosa de alta política —me dijo al oído Mr. George, el director de la casa Patou—; el público empieza a decaer y hay que darle una sacudida”. Y efectivamente, los que íbamos a casa de Patou por un par de vestidos nos fuimos ese año con una docena.

De este modo el reinado ilusorio del lujo recibía constantes inyecciones de optimismo; pero era ésta una medicina que costaba millones, deshacía fortunas y apresuraba quiebras.

Data de esta fecha poco más o menos la famosa Comisión de Fiestas de la ciudad de París, creada para devolver a la ciudad-luz el esplendor a que el mundo estaba acostumbrado.. La alta sociedad cosmopolita y lo más granado de la sociedad parisina, puestas de acuerdo, plagaron la semana de “días de moda”, que tocaban en turno a los restaurantes de lujo de la ciudad y del Bois de Boulogne. Se saltaba de los “tés” a los Garden-Parties y a los Vernissages, de las “Galas” de la Ópera a las fiestas particulares; como aquellas en que se tapizaran de raso blanco los salones todos de una residencia de la Avenida del Bosque, sembrado el raso por infinitas borlas de oro. Las mesas de la cena, semi-ocultas por los jardines, debían ser descubiertas de un modo espiritual y nuevo. En las invitaciones había un párrafo, que decía: “A los señores de tal y tal, corresponde la mesa de las gardenias”, o la de las rosas, o la de las orquídeas, por ejemplo...

Así llegóse a la organización del espectáculo más refinado y fastuoso, más socialmente importante que presenciará París en lo que va de siglo: “La Nuit de Longchamps”. Para esta fiesta, que consistía en celebrar carreras de caballos en el Hipódromo de Longchamps, en plena noche, el inmenso jardín se iluminaba “a giorno” y se transformaba en pasaje de las “Mil y una noches”.

Noche de Longchamps, 1937 
Gyula Halász Brassaï, foto tomada de Michael Hoppen Gallery

Ya cerca del acontecimiento memorable, que había de celebrarse una vez al año, hervía de actividades la prensa, el mundo intelectual, la diplomacia, el pequeño taller y la alta costura.

Con los joyeros y los floristas, los artistas de Lyon, los fabricantes de plumas y sedas, de calzados y de guantes, se ponían de acuerdo los chefs de la Cocina Francesa, las mejores Bodegas de vinos, los carruajes de caballos y las orquestas en boga, los ingenieros y electricistas.

Entre el mundo oficial, y la nobleza, la aristocracia arruinada y los nuevos ricos, el Comercio y la Banca, se realizaba un acercamiento instintivo para el magno suceso, y la temperatura social se elevaba a su grado máximo. No lográbamos ser atendidos en ninguna parte, a no ser que se tratase de la “Nuit de Longehamps”. Se inventaban joyas, resucitaba el alto peinado adornado de perlas y aves del paraíso; aparecían pieles de colores nunca vistos y nuevos perfumes; poníase a prueba, en una palabra, el genio creador del obrero francés a urgencias de la mujer del día, acolchada de lujos, sedienta de emociones quintaesenciadas, para dar a luz el espectáculo más fastuoso, más pictórico de elegancias que han presenciado nuestros ojos.

La sacudida social, efectuada siempre en los más altos planos del buen gusto, se repetía así periódicamente con dos finalidades igualmente grandes, como hallaremos siempre en el fondo de toda actividad netamente francesa: de una parte, defender el prestigio de Francia, salvar sus industrias, dar pan al obrero, sostener su comercio; y de otra, disimular la angustia creciente con un manto de rosas; atraer al amigo turista; servirle emociones en bandeja de oro y, en una palabra, ponerle una bella careta a la miseria y al hambre.

Y esto hacía Francia cuando ya carcomida su gloriosa estructura por el virus del Frente Popular, se le quitaba un día de trabajo a la semana, ya demasiado corta para abastecer los insaciables mercados del mundo.

¿Quién no recuerda el trajín pavoroso de los últimos años, la angustia de las entregas a plazo fijo, la febril producción de nuevos modelos y el estupor que nos producía aquella infinita capacidad para la idea nueva, cuando todo parecía ya agotado en el dominio de la moda? ¡Cuántas veces, tras un día en que nuestros ojos no habían tenido delante más que objetos bellos y nuestras manos habían traficado por las sedas más ricas del mundo, caíamos realmente enfermos de emoción y de arte!

¡Así se trabajaba en Francia para exportar a toneladas frivolidad y lujo; así se apartaban los ojos de las urgencias más lúgubres, para podarlos en la engañosa urdimbre de los encajes y de las joyas!

La moda de los años 30.

¡Y aún nos sabía a poco! El traje que habíamos visto en París con una hebilla de diamantes, lo encontrábamos del lado de acá, con dos. Como antaño se pedían más víctimas al circo, ahora pedíamos nosotros más trabajo, más pirotecnia y más relumbrón por nuestros dólares!

Fueron éstos los tiempos en que llegaban a Francia los barcos cargados de mujeres en busca de elegancias despampanantes, y de niños imberbes con Verlaine y Maupassant a medio digerir, en busca de aventuras fantásticas. A los pocos días solíamos encontrarlos por el boulevard malhumorados y aburridos. “Nada hemos visto de extraordinario en las colecciones de la Alta Costura” —decían ellas. “Pero, ¿y esto es París?” —decían ellos.

Semanas más tarde, ya bien engullidos por el sutil embrujamiento de la gran ciudad, sabíamos que pasaban los días, ellas de prueba en prueba y ellos de sueño en sueño, para volver más tarde a la patria con los baúles repletos de vestidos o de programas de Music Hall, sin haber a la postre, ¡oh dolor! conocido a París. ¡Al verdadero, honesto y prodigioso París, que ya ni ellos ni nosotros podremos contemplar de nuevo!

No es de extrañarse, pues, que la demanda de lo inverosímil obligase a París a sobrepasarse a sí mismo en el ritmo fecundo y sereno de sus industrias y sus actividades todas. A la llegada de los grandes barcos que zarpaban de la millonaria América, ya trajesen compradores de sedas o compradores de pecado, había que tener la mercancía lista; bien repletos de carne joven los escenarios y bien cubiertos de bordados los vestidos.

Y en medio de esta orgía de sedas y plumas, maquilladas hasta las uñas de los pies, encremadas y perfumadas hasta la médula de los huesos, envueltas en sábanas de crepé de la China y en el brazo la última joya de la Rue de la Paix, nos cogió la guerra.

Mejor dicho; nos cogió, de improviso, y como a quien suprimen de un tajo la cabeza, la caída de Francia.

¿Y qué pasó entonces? Todos lo recordamos muy bien. Ninguna mujer pensó en el traje de París perdido; ningún hombre en el libro de ciencias esperado ni en la romántica aventura imposible de repetir. El choque moral fue tan fuerte que perdimos la capacidad de pensar, de calcular o de medir. Fue un dolor rotundo, cabal y entero.

Por primera vez en largo tiempo el mundo quedaba separado de su cerebro, como un decapitado sin rumbo. El armario reviejo de vestidos de París nos parecía nido de fantasmas, y, ¡cosa insólita!, las vanidades se habían hecho trizas y los antiguos ídolos se habían convertido en polvo. Lo único que había quedado en pie, capaz de salvarnos, era una soledad inmensa.

La moda de los años 40.

Habíamos vivido por generaciones enteras prendidos al prestigio de Francia, y al quedar separados de ella, las bellas realidades que un día tuvimos en la mano se convirtieron súbitamente en religión, en mito. El pasado vivido se nos tornó en acre perfume; en perfume que nos torturaba el recuerdo... Se formó así en cada mujer carne propicia para el cambio, para un nuevo orden femenino amasado con sentido común y lágrimas. Pero nadie vio esto...

Lo que era esencialmente una crisis moral fue tratado tan sólo en su aspecto comercial y político. Cuando esperábamos que la prensa extranjera y propia llegaría a nosotros empapada en llanto, no sucedió tal cosa. Esto hubiese sido admisible tratándose de algún otro país lejano y exótico, pero no tratándose de Francia. No fue bastante llorada Francia, ni aun por las mujeres.

Creímos también que los grandes directores de la moda en América habrían de producir algo nuevo y concreto, a tono con las desgracias que se esparcían sobre la tierra y que hubiese podido ser al propio tiempo, altamente elegante. Pero no hubo tal cosa.

¡Y cómo, me he preguntado mil veces, se tuvo la peregrina idea de aclimatar en un ambiente de ansiedad y angustia, modas arlequinescas. propias para ir de picnic o de mascarada, sin ninguna conexión con el estado moral reinante?

¿Es que aún ahora, cuando millones de mujeres se han limpiado de puerilidades para mostrarse en toda su estatura, no se nos pudo considerar capaces de hacer de motu propio lo que hoy las circunstancias han impuesto definitivamente?

Sería muy extenso y complejo tratar de la desconcertada reacción de la vasta y potente industria norteamericana de ropa hecha ante este hecho histórico, cuya menor importancia residía justamente en la materialidad de la ropa de mujer.

Recordamos muy bien los esfuerzos realizados para unificar a los diseñadores todos, y para lanzar las modas americanas que habían de sustituir a las modas de Francia. Y si los “designers” americanos en vez de inspirarse en las inigualables creaciones francesas de los últimos tiempos, desfigurándolas, se hubiesen inspirado en ellos mismos, en aquellas modas sencillas y pulcras de las niñas de Chandler Christie y de Gibson, nos hubieran dado algo útil, correcto y ya digerido por la América toda.

Un hombre empequeñecido es examinado a través de una lupa 
Charles Dana Gibson

Pero tampoco sucedió esto. Y en los propios momentos en que lo más elegante hubiese sido no estar elegantes, surgió la moda más pintoresca que hemos sufrido en mucho tiempo. Las revistas de modas urgían a las mujeres todas a “dramatizarse”, a vestirse mejor que nunca, a cubrirse de adornos para levantar “la moral” del pueblo, sin pensar en que el “draijia” verdadero vendría muy pronto a simplificarlo todo. No pude nunca comprender que las noticias que llegaban de Polonia, de Chekoeslovakia, de Grecia, pudiesen disimularse con lentejuelas; tanto más cuanto que ya habíamos tirado nuestra antigua lógica como un trasto viejo, para dar paso a nuevos y profundos impulsos de ética y de humanismo que ordenaban un cambio radica], no ya de vestidos, sino de vida y de costumbres.

No es de extrañarse, pues, que la moda de estos últimos dos años, que según la propia prensa americana no logró nunca la completa fe del público, no haya sido a la postre más que un bello farol sin llama. En el mundo de la elegancia femenina un sol se había definitivamente apagado con la caída de París, y tenía que ser en vano el pretender ignorarlo.

Desde luego, el hecho de que la pedrería de colores y la lentejuela hiciesen su aparición en el campo de la moda, en los precisos momentos en que habría que haberse vestido de luto por todas las madres del mundo, no fue tanto un gran error comercial como un gesto de pésimo gusto. Y digo que no fue tanto, porque esta moda de circo no se hubiese hecho moda como lo es hasta ahora, si tanto las casas de costura como su clientela, no la hubiesen propiciado con tanto entusiasmo. Pero vamos a considerar este incidente como un nuevo gesto de escape.

He oído contar a quién fue testigo de ello, que nunca se vistieron tan bien ni con tanto lujo las mujeres de Madrid y Barcelona como durante el bombardeo enemigo; que un feroz instinto vital nos impulsa en momentos tales a existir del modo más pleno posible. Así y todo, es probable que cuando la tragedia y la muerte toquen a nuestra propia puerta, por decirlo así, estas evasiones no se intenten siquiera.

En fin de cuentas, si del lado de allá sólo hubo sangre, sudor y lágrimas, y del de acá plumas, diamantes y lentejuelas, es prueba de que los que aún pretendemos vivir en atmósfera de Barnum y Pubillones no hemos sufrido todavía al extremo de volvernos sencillos. Más pronto o más tarde, sin embargo, habrá que someterse a los cambios que impone el nuevo concepto del tiempo y del espacio.

Sin ir más lejos, los sitios más distantes de la tierra se nos han acercado pavorosamente a medida que nos hemos unido espiritualmente a ellos. Rusia, China, Japón, la India, se nos figuran ahora al doblar de la esquina...

Sección de modas, revista Bohemia, marzo de 1942.

Por otra parte, si en siete días ha sido posible invadir y conquistar naciones enteras, es indudable que el concepto de la semana ha dado un vuelco hacia lo inverosímil. Y si en el par de horas que empleamos en colocarnos seis uñas postizas o un juego fresco de pestañas, pueden exterminarse millares de seres humanos, destruirse cosechas, echar al suelo los más preciosos monumentos de los siglos, significa sin ningún género de dudas que un par de horas pueden tener valor extraordinario según se las use.

Si hasta el cacharro de aluminio que tirábamos como inservible, se ha convertido en botín inapreciable en un abrir y cerrar de ojos, quiere decir que no hay, que no debe haber, tiempo ni esfuerzo mal gastado en un mundo que parece haber cambiado de ruta en el espacio.

A tal extremo es otro el concepto del tiempo, sobre todo, que de improviso nos hemos quedado sin pasado; tanto se nos ha echado atrás que no puede servirnos ya ni de inspiración ni de pauta. Sin poder agirnos al ayer, porque la Historia y sus hombres se nos han vaciado de sentido y lo que aprendimos hace treinta días o escribimos ayer es hoy puro dislate, tampoco nos es dado afianzarnos en el presente porque el futuro se nos viene encima sin dar tiempo a esperarlo.

Figurines de Bohemia, 1942.

Así, entre lo que se nos escapa de familiar y cómodo y lo que nos confronta de inesperado y trágico, estamos como cogidos en una trampa cuyo único escape consistiría en no mirar atrás, en pensar rápido y en cambiar de color y de forma como esos insectos que salvan la vida tomando el propio aspecto de las hojas o creándose de pronto un par de alas. Y es probable que para poder crearnos estas alas tengamos que sacudirnos todo lo superfino.

Por vez primera no ha de servirnos el recuerdo ni la esperanza, porque tendremos forzosamente que existir en la única y angustiosa dimensión que nos ha quedado intacta: la del paréntesis. Desde hace unos años que parecen siglos, vivimos en un mientras tanto que día a día tenemos que prorrogar hasta el siguiente; y en ese nuevo y extraño concepto del tiempo que es como un inseguro presente sin fin ni comienzo, no habría más que un eslabón seguro: nosotros mismos.

¿Cómo —volviendo a nuestro tema— pensar en modas, en bordados, en lujos, en un momento de transición como el que confrontamos, en que hasta el aliento está en suspenso?

¿Cómo no comprender y confesar que caída Francia, al caer otras grandes naciones de Europa y al iniciarse la defensa continental de toda la América, quedábamos sumidos todos en ese estado de paréntesis de que antes hablaba, y cuyo signo final no puede entreverse siquiera?

¡No es posible negar, desde luego, que lo feo debe combatirse con lo bello, y con la vida la muerte; que han de sobrevivir las industrias, pagarse los impuestos, comer los obreros; y que no podemos echarnos a llorar, como dice Vigil, cada vez que de casa del vecino sale un entierro! Pero es también cierto que ya la casa del vecino se ha convertido en la nuestra propia, y que el dolor del primer hombre herido por la primera bala enemiga se ha convertido en el dolor de tres continentes y simboliza ya a la tierra toda!

No parece ni medianamente humano quo con este paisaje por fondo quede una sola mujer en pie que se vende los ojos. Podemos, si nos empeñamos, seguir danzando como muñecos que recibieran su impulso de una cuerda ya rota, pero no olvidemos que es imposible atravesar en sentido contrario los acontecimientos sin que hagamos el loco o el imbécil.

Bohemia, 1942.

No estrenamos la vajilla cuando en nuestra casa un familiar agoniza, ni ponemos las cortinas nuevas si está de muerte el hijo amado... Sin embargo, se sufre, se agoniza y se muere a la fuerza en cantidades diabólicas casi junto a nosotros y aún nos reímos!

Fue al fin preciso Pearl Harbor para que la moda tomase su definitivo y más humano sentido en este instante; porque del propio modo que ni “la Nuit de Longchamps” ni la portentosa producción francesa de los últimos veinte años fueron un gesto sincero, ni mucho menos síntomas de un bienestar permanente y sólido, sino un escape, una evasión a los miedos profundos e inconfesables que nos torturan cuando se acerca la tragedia, así toda esta comedia de elegancia despreocupada y feliz no ha sido sino otra evasión — como todas, inútil — a las realidades que habrían de presentarse de cuerpo entero unos días más tarde.

El lujo, que comienza justamente donde termina lo necesario y es, en esencia, producto del ocio constructivo de la mente, está en crisis de muerte y la palabra nos sabe ya a remordimiento. No quedan ocios ni manos más que para la guerra. Al fin la verdad se abre paso y se empieza a admitir que los hombres que vemos en el cine, hacinados por tierra y cubiertos de lodo, son muertos de veras...

Ya la mujer norteamericana de la calle, la mujer de su casa, la del laboratorio y la escuela, la de la oficina y la Universidad, ha ganado la batalla a una de sus industrias más fuertes; ya surge en los Estados Unidos la moda pulcra y sencilla anterior al año 20... El dolor ha tocado a sus puertas y no existe ya comprador para el vestido de lentejuelas, ni consumidor para el lujo.

Imagen tomada de un ejemplar de la revista Bohemia de marzo de 1942.

Tras dos años de experimento y prueba se ha encontrado también la frase que defina el sentido de cuanto se elabora en este instante en la nación vecina. La palabra “Duration” bautiza cuanto se fabrica, del automóvil al calzado, y puede traducirse al castellano como: “Mientras esto dure”. Es decir, que Ias actividades todas, los productos todos, las decisiones todas que se tomen en los Estados Unidos en estos momentos, han quedado de lleno sometidos al estado de “paréntesis” mencionado antes, o sea: mientras dure la guerra.

Qué airosa y elegante hubiese sido la actitud de la industria y el comercio, si franca y honradamente se hubiese admitido desde un principio, que no era esta la hora de cantar “Dress up baby”!... Que no era en el Reloj del Tiempo la hora de lo superfluo sino la de lo imprescindible! Entre otras cosas hubiesen evitado que el Gobierno de Washington tuviese que decirles: “Basta ya! De ahora en adelante, for the duration, las sayas han de tener tantas pulgadas y los vestidos tantas varas de tela!”

Se admite al fin que el clima no es de elegancia sino de heroísmo, que es un modo más grande de ser elegantes. ¿Y qué puede importarnos, después de todo, que se acaben las sedas, las joyas, los lujos? La elegancia, en sí, no ha de morir mientras haya una mujer plenamente mujer en el mundo. Y producirán elegancia las mujeres, con o sin sedas, mientras no se les prostituya el espíritu, y mientras exista el instinto religioso habrá elegancia. Porque ésta constituye también, como aquél, un gesto espontáneo de lo humano imperfecto hacia lo perfecto divino.

Todavía, sin embargo, no hemos asimilado del todo el nuevo punto de vista que debe sustituir a nuestro antiguo traje. Aún vamos de tiendas con la pretensión de llevarnos a casa bajo el brazo el producto de las manos francesas, que por la desgracia del mundo deben estar hace tiempo bajo tierra, o están aún sobre una tierra que les sirve igualmente de tumba. No, no podremos procurarnos más lujos, porque no existe el lujo mediocre y los muertos no hablan...

Tendremos también que hacernos de un nuevo reloj y de un nuevo almanaque, porque estos tiempos tienen horas que valen por siglos. ¿Qué hace el Presidente Roosevelt en estos momentos? Pues la subversión más grande que pueda soñarse de ese propio “slogan” norteamericano que tanto hemos usado! Ya no podremos decir “Time is money”, sino todo lo contrario: “El dinero es tiempo”. Se está rescatando con .millones el tiempo perdido; se está fabricando con oro, tiempo.

Winston Churchill representado en una Bohemia de 1942.

No puede pedirse un fracaso mayor del dinero, creación del hombre, en aras de algo mil veces más importante: del tiempo, obra de Dios. Hay oro a montones, pero hacen falta años para hacer aviones y barcos, y el tiempo se ríe de nuestra miseria; miseria que consiste en que le dimos siempre más importancia al oro que al tiempo, y hoy somos millonarios de lo primero y muy pobres de lo segundo.

El valor que han cobrado de pronto las horas y los días escapa a todo cálculo. Si en dos años han de gastarse $200.000.000.000.00 en armamentos, los meses vienen a valer nominalmente $8.333.333.333.00 y los días $277.777.777.00.

Cuando las horas cuestan $11.574..074.00 hay que ver muy bien lo que se hace con ellas.

Otro de los sutiles cambios sufridos es que el concepto de hombre y mujer también se está esfumando ante el imperativo de saberlos a ambos, ante la gran tragedia, simplemente como a seres humanos, con iguales responsabilidades e idénticos riesgos. Si las mujeres de esta época han sido capaces de poblar trincheras y fortalezas, de apagar incendios, guiar aviones y fabricar balas, quiere decir también que la “fragilidad” femenina es cosa del pasado. La nueva elegancia como el nuevo sentido de la responsabilidad estarán medularmente ligados a este más amplio concepto del valor del tiempo y del ser humano.

Tengo la convicción de que esta hora de dolor, de privaciones, de sacrificios y de heroísmos, es esencialmente la hora de la mujer. Su capacidad para sufrir y amar, su gran poder de adaptación y sus facultades creadoras constituyen el barro propicio con que ha de construirse el nuevo hogar y la nueva existencia.

Desde la China hasta el confín de América, ha surgido ya por millones la supermujer del siglo presente, la que pierde su vida junto al hombre con igual estoicismo y coraje. Por vez primera en la historia contemporánea no es París quien nos manda sino la patria, y se rescatan con sangre, sudor y lágrimas todos los ocios, toda las banalidades y los lujos todos de que fuimos culpables y que ya en la lejanía de los acontecimientos nos parecen un mal sueño olvidado...

De la entraña de este nuevo ser valeroso y tierno ha de nacer la mujer del futuro, el arquetipo de un sexo femenino que tenga más de la Victoria de Samotracia que de la Ninfa vendada de Elizabeth Arden.

Por el momento pensemos que si nos hemos quedado solas, como escucho a diario, nada podía sucedemos de más útil. Nos espera una sublime o mezquina aventura según nos lancemos a ella; y si vivimos hasta el día de la Victoria y al contemplarnos frente a frente nos hallamos menos soberbios y menos frívolos, podremos con razón exclamar: “Esto fue lo único bueno que nos trajo la guerra!”

Y si en esta hora tan seria en que nos ha tocado vivir, la seda no es seda ni el oro es oro, ¿qué puede importarnos? Apenas recordamos ya a los árbitros de la moda de hace unos meses... Ivonne Printemps, Constance Bennet, Madame de la Hoz... ¿Quién recuerda las toilettes de la mujer rica mejor y más sencillamente vestida del mundo, de la Duquesa de Windsor?

Las Reinas de la Moda de la nueva mujer que nace en todos los continentes, viven hoy en mármol en los parques del mundo, y se llaman: Santa Juana de Arco, Florence Nigthingale, Edith Cavell, Martha Washington, Mariana Grajales...

Apenas recordamos ya a los árbitros de la moda de hace unos meses...
Cortesía de Pável Alberto García


Tomado de
La crisis del lujo. Charla en el Lyceum y Lawn Tennis Club, el 7 de mayo de 1942. La Habana, La Verónica, 1942.

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