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Raid Habana-Santiago de Cuba

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Raid Habana-Santiago de Cuba

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Era en el aeródromo de Rancho Boyeros. Bajo la mañana fresca, milagrosamente otoñal, se abría ante mis ojos adormilados un paisaje manido, de postal para turistas. La llanura verde y cuidad, pareja, monótona, añoraba la mancha oscura de un bohío y la visión ecológica de unas vacas somnolientas. A la distancia, palmas y palas, innumerables palmas, moviendo sus penachos lánguidamente, con dulzura tierna y femenina, de viciosa extenuada. Lentamente ascendían, como alas impalpables de barcos quiméricos, retazos de neblina. Y un sol enfermo, sin fuerza aún, regaba sobre la tierra polvo de oro, cual un creso derrochador. Buena decoración, en suma, para los coleccionistas de paisajes criollos. Y buena, sobre todo, para ilusionar a los turistas norteños, que sueñan un trópico indolente y sensual, de cintas cinematográficas y novelas de magazine.

Súbitamente, un estrépito isócrono acreditó la presencia del avión que, fuera del hangar, ensayaba su potencia y funcionamiento perfecto, antes de darse al aire. Era un trimotor cerrado, de los que se destinan al transporte de pasajeros y correspondencia. Hechos para la gracia del vuelo, hecho para perfilarse a la distancia contra el azul celeste, parecía, en el suelo, pesado y torpe, y desgarbado como un enorme langostino sin tenazas. Fue amortiguándose paulatinamente el escándalo mecánico. Y cuando ya no era sino un susurro apenas perceptible, volvió a intensificarse, en una locura acelerada. Trepidaba todo el motor, cual si lo impacientase una sed de horizontes. Y bajo sus alas vertiginosas la yerba se doblaba, se aplastaba, se escondía, como empavorecida ante un monstruo fantástico.

¿Un monstruo fantástico? Tal es, en efecto, el aeroplano. Un monstruo que en otros tiempos, cuando la infancia de la aviación, se alimentó de cadáveres. Esa época parece ya demasiado lejana, brumosa en la historia, y nadie, al enseñorearse del espacio, recuerda a los héroes que hicieron posible tal hazaña. Mas, en ocasiones, el monstruo sufre asesinos impulsos atávicos. Y suele lanzarse de nariz, vengador y suicida, desde las nubes a la tierra. Los técnicos diagnostican, cuando ello acontece, un incomprensible fallo del motor, la inexplicable rotura de un ala, los efectos de una tormenta. Pero la realidad es que el gran insecto de aluminio, enloquecido de repente, o de repente vuelto a la razón, ha creído a los humanos indignos del cuelo (sic). Constata que los hombres de ahora —¡tan distintos del Ícaro blasfemo!— no quieren el espacio para sentirse dioses, sino para ahorrar tiempo y ganar dinero. Sabe que esos hombres llevan a la altura sus pequeñas pasiones de todos los días, sus egoísmos, sus ambiciones mediocres, sus miserias. Y para castigar la osadía con que mancillan las regiones etéreas, les desgarra los músculos, les rompe los huesos y les bebe la sangre.


El steward reparte algodón, para obturarse los oídos, y goma de mascar, entre los pasajeros. Después les ofrece revistas y periódicos, que nadie, por lo pronto, acepta. En la cabina del piloto se advierte, a través del ventanillo de cristal, un brazo viril, del cual dependen ahora diez vidas humanas. Aumentan los motores el volumen de su salvaje canto inarticulado. Giran desesperadamente las ruedas del tren de aterrizaje. El campo verde y brillante se anima en una fuga pánica, obligando a pensar en la alfombra viajera de Las mil y una noches. Luego produce el avión la sensación de haberse quedado inmóvil: es que, en pleno vuelo ya, está ganando altura.

Como el hombre actual vive entre milagros, ningún milagro le sorprende ni le impresiona ni le interesa. Así, los pasajeros, indiferentes al prodigio del vuelo, preparan antídoto contra el aburrimiento inminente. Pelayo Cuervo, que ha comenzado a leer la Revista Cubana, me ofrece un libro de Salvador de Madariaga, que yo rehúso. Manolo Borbolla, luego de vociferar en mi oído que hemos entrado en el reino de la mímica, me brinda por señas un volumen de Azorín. Y, a continuación, estirando las piernas, busca la posición adecuada para dormirse en la incomodidad del asiento precario.

Miro, a través de los cristales de la cabina, hacia abajo. La tierra se ha convertido en un gigantesco plano de ciudad, en que sólo fueron empleados dos colores: el verde y el gris en múltiples matices. Toda la extensión campestre se halla dividida en rectángulos, bajo una claridad desnuda y maravillosa. Se observa la Carretera Central, como una cinta estrecha. Y las carreteras antiguas, como filamentos oscuros o gusanos inertes. De cuando en cuando se ve, a la manera de un majá perezoso, el cauce de un río. Busco en el paisaje la presencia animal: un hombre, un buey, un caballo. Llego a obstinarme en esa idea cual en una obsesión. Un hombre, un animal. Un hombre, un animal, y agudizando la mirada, me hago todo ojo y voluntad ávida. Pero mi voluntad y mis ojos resultan inútiles. Ni un hombre ni un animal. Únicamente alcanzo a ver palmas minúsculas, como arbolitos de nacimiento infantiles; cañaverales no más grandes que pañuelos y bohíos aplastados, como casitas de muñeca, con las cuales podían jugar mis hijos. Y, sin embargo, a la vista de esos bohíos en miniaturas, noto algo recóndito y larvado que adquiere vida concreta y se ilumina en mí. Una levadura de solidaridad humana leuda mi corazón, enterneciéndole. Emerge de mis zonas profundas un sentimiento que, nacido en el asco, florece en piedad hacia los hombres y las cosas. Secreta dulzura mana entonces de todo mi ser, como de un panal estrujado. Y me asombra que en la pequeñez de esos bohíos velen la lujuria, el dolor, el odio, la amistad, el rencor, el amor y la felicidad, todas cosas grandes, demasiado grandes para los humanos. Me siento como un pecador en su hora de arrepentimiento. Y forjo en lo íntimo de mi conciencia el propósito de sentirme siempre pequeño y humilde ante los hombres, para mejor comprenderlos y amarlos mejor.

Pero ya los bohíos están lejos, y la voluntad mística desfallece. Bajo el avión se extiende ahora una superficie prieta, carcomida y fea, sembrada a trechos de manchones claros, que son, probablemente, charcos de agua pútrida. Me hiere una sensación desagradable, casi de repugnancia, similar a la que provoca un álbum de sifilografía. Vuelvo la cabeza al interior de la cabina. Y en mis pupilas debe relumbrar una interrogación explícita, porque el doctor Arturo Feria, cicerone experto y gentil durante el viaje, se levanta de su asiento para gritar en mi oído: “La Ciénaga de Zapata”.

Después, algunos caseríos diseminados por la campiña fértil, como flores mal bordadas en un tapiz de peluche. Y al cabo, la primera escala en la ruta. Cienfuegos, que vista desde arriba, junto al mar resplandeciente, simula un bando de palomas polícromas posado al borde de un bebedero. Languidece el zumbido de los motores y el avión inicia serenamente el aterrizaje, que concluye también serenamente, sin contactos bruscos con la tierra, sin una sacudida siquiera. Cuando se detiene, con la oficina del aeródromo al novel de las alas, surge de la cabina del piloto un hombre joven, de ojos tranquilos y francos, de andar firme y enérgico. Sonríe a los viajeros y les informa, al ser interrogado, que el viento contrario retarda el vuelo. Desciende luego del aparato, para certificar el cambio de correspondencia. Retorna instantes después, con la sonrisa de antes en los labios y un radiograma en la diestra. Se aísla en su cabina. Retumban nuevamente los motores. Y aeroplano, insaciable devorador de horizontes, torna a partir.

La segunda escala del vuelo es Santa Clara, amodorrada en el esplendor solar, bajo la vigilancia de los cuarteles militares. Y la tercera, Morón, que nos solicita desde lejos con el índice humeante de un ingenio. Allí el descanso se prolonga durante veinte minutos. Y mientras el avión se surte de gasolina y aceite, los viajeros emplean el tiempo en tomar café o chupar naranjas insípidas y sin jugo. Se cansa la boca de succionar estérilmente la fruta reseca. Pero no hay ánimo para protestar, porque la dulzura añorada por la naranja se encuentra en la mujer, ya entrada en años y no bella, que la expende. Va de una mesa a otra diligente y afable, anhelosa de multiplicarse en el servicio. Y muestra tal natural solicitud, no sólo al piloto, su auxiliar y el steward, viejos amigos suyos, sino también al viajero desconocido, que roba de golpe la simpatía y provoca el deseo de tutearla con afecto.

Desde Morón a Camagüey volamos sobre nubes. Los ojos se extasían ante un espectáculo maravilloso e inolvidable, que aplasta contra los cristales de la cabina el rostro de los pasajeros emocionados; Manolo Borbolla, intoxicado de literatura, rememora a gritos una visión de la estepa. “Es Siberia”, clama. Y otra voz, realista y golosa, le responde que es una batidora de merengue. Surge, súbitamente, de una vaporosa mata de algodón un móvil punto grisáceo. Es el otro avión de la línea, que regresa a La Habana desde Santiago. Avanza, estilizado y alígero, como una libélula que huye de la voracidad de un pájaro. A los pocos segundos se precisa su contorno elegante. Contra su dorso de aluminio se aprieta el solo y se deshace en brillo. Arriesga un movimiento, para ponerse en posición oblicua. Y el aparato nuestro se escora completamente, para levantar su ala izquierda en un saludo cordial.

Dejado atrás Camagüey, nos aguarda Manzanillo, anclado junto al mar como un bajel romántico. Vuela el avión sobre el Golfo de Guacanayabo, hervidero de tiburones y bolsa inagotable para los pescadores de lisa. Sombríamente se destaca el Mégano, que ostenta, cual una cicatriz gloriosa, la desembocadura del Cauto, el de “La deliciosa orilla” que cantó el Cucalambé.Se adivina allá abajo, en un canevá ligeramente rosado, una bandada de flamencos. Pausadamente va apagándose el ruido de los motores. Empieza el avión a trazar la línea inclinada del aterrizaje. Y caen rectas las miradas sobre una ciudad pequeña y agradable, limpia y clara como una sonrisa de mujer.

Y, por último, Santiago de Cuba, que adelanta, para anunciarse, la visión distante de sus lomas. En lontananza, las cúspides abruptas se decoran, cual desposadas monstruosas con impalpables tules, que van desvaneciéndose a medida que el avión se aproxima. Corren bajo el aparato, en ritmo inverso, sucesivas hileras de colinas, semejantes a mixtificadas naranjas glacées. Relumbra a lo lejos el santuario de El Cobre, nacido en la leyenda y nutrido por la superstición. Rebota en la cabina, envuelto en una fragancia de piñas, mangos y marañones insólitamente dulces, el nombre de El Caney, frutero mayor de la provincia oriental. El avión apunta la nariz hacia el cielo, para remontarse un poco más. Y luego, hábilmente, adrizado, planea sobre las cumbres que, cual guardianas sempiternas, circundan a Santiago. Unas lomas son ralas, casi áridas, con llagas de sombra y relieves de oro. Otras, agobiadas por la espesa vegetación, glorifican la fecundidad del trópico.

Bruscamente salta a los ojos la ciudad, como un mah-jong de fichas multicolores. Un mar de plomo acaricia, bajo un sol de infierno, vertical e implacable, los pies de unas lomas. Y, entre un revuelo de aves marinas, duerme en el agua, como un gran pájaro blanco, un yate de recreo. Se aplaca, una vez más, la tempestad de las hélices. Aterrizamos. El estómago sube a la garganta, como en un ascensor que desciende con rapidez excesiva. Una leve sacudida acusa el contacto de las ruedas con la dureza del suelo. Se desliza el avión sobre un campo agotado por el bochorno del mediodía. Al cabo, se detiene. Acuden hacia el aparato unos hombres apresurados. Y el steward, mientras franquea la portezuela de la cabina, anuncia: —¡Santiago de Cuba!


Publicado en Carteles, en marzo de 1935; tomado de
Oncuba.

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Comentarios
María Antonia Borroto
3 años

Tal vez asombre un poquito la publicación de este texto en El Camagüey, pues, a decir verdad, de esta región se tiene una imagen áerea y fugaz... Aun así quisimos incluirlo, porque dialoga con otro ya publicado, "Ícaro", de Rosa Hilda Zell (muy popular entre los lectores de El Camagüey) que muestra la experiencia de un vuelo desde Rancho Boyeros hasta Camagüey en los años cincuenta. Esta crónica, más antigua en el tiempo, debió haber sido una revelación para quienes aún no habían podido surcar los cielos. Es, además, un acto de justicia, muy placentero por demás, con Enrique Serpa, apenas un nombre en algunos planes de estudio, quien fuera un importante narrador y periodista. No descarto que encontremos algo suyo referido a esta comarca nuestra; mientras el momento llega deleitémonos con esta página suya, publicada en Carteles, que fuera rescatada por el camagüeyano Eric Caraballoso para su sabrosa sección "Tinta añeja" en OnCuba.

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Blanca Estela Aponte García
2 años

Nunca había montado en avión,siempre me atemoriza la idea,la lectura de este maravilloso texto me ha obligado a vivir esa experiencia,no me queda más que agradecer.

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Blanca Estela Aponte García
2 años

Gracias ,muchas gracias por haber contribuido,que a mis 63 años,a través de la lectura,haya podido realizar mi primer viaje en avión

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María Antonia Borroto
2 años

@Blanca Estela Aponte García ¡Anímese! Mi papá voló por primera vez casi con 90 años, y lamenta no haberlo hecho antes. Vea también, aquí, en El Camagüey, la crónica Ícaro, de Rosa Hilda Zell (Adriana Loredo).

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Blanca Estela Aponte García
2 años

Hoy ,yo también he amanecido en avión.

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María Antonia Borroto
2 años

Al releer este texto de Serpa, he recordado uno de Mañcah, la brillante crónica con que cierra sus "Estampas de San Cristóbal", libro editado en 1926 a partir de las crónicas publicadas en 1925 en El País. .Es por tanto un texto contemporáneo de las crónicas de Mañach ya publicadas en El Camagüey. He trascrito para los seguidores de El Camagüey algunos fragmentos. ¡Sigamos volando! ¿Quién que sea de este siglo no ha entretenido esa esperanza, esa ambición de ver las cosas desde arriba? Cuando los aeroplanos circulan por cima de nuestras cabezas, toman un prestigio que nos hace a los de abajo sentirnos rastreros, pusilánimes, mediocres. Al cabo de tanto verlos, se engendra el ansia de la nueva perspectiva, la ilusión de situarse brevemente, físicamente al menos, en un plano más alto. … Al principio del ascenso, toda mi avidez de sensación, la larga curiosidad asediada de recelos se había aguzado hacia el aparato mismo. Quería yo saber cómo se operaba aquel milagro que había redimido la materia, condenada de Newton. El corte peculiar de la hélice dotábala de su aptitud para ir mordiendo el espacio con su impedimenta de aluminio a cuestas: bien; pero me parecía que en la viva realidad, en al directa experiencia, aquel trepar de la uña frenética por los sillares del aire debía pormenorizarse, hacerse más palmario y compresible, como los movimientos en la “cámara lenta” de la cinematografía. ¡Vana esperanza!... El milagro seguía siendo milagro. Ni siquiera se advertía la codicia acaparadora de la hélice: tan sólo su luminoso remolino y el rumor roto y bronco que agraviaba, como un vituperio, la serenidad de la altura. Las alas del avión iban horizontales, cándidas, queditas; sólo de vez en vez se sumía suavemente una de ellas en el enrarecimiento de algún “bache” atmosférico; veía yo entonces las espaldas del piloto, que delataban un rápido y enérgico movimiento de atención, y en seguida la nave se serenaba mansamente, dócil al humano dictado. Máquina y hombre eran una sola cosa: diríase un centauro que fuese a la vez Pegaso. Desinteresado ya del instrumento, dime a la noble perspectiva. ¡Qué melado verdor, qué limpia tersura de cosa lejana, que rural placidez de la campiña, abajo!... Con sus casitas pueriles y dispersas, fingía un inmenso tapete verde después de un juego de dominó. En la arruga que hacía una quebrada, los penachos de las palmas eran obscuras arañitas; el río Almendares , una hilacha blanca, inadvertida en el gran terno de la manigua. Lo urbano se apretaba a lo lejos, y aquí se iba desvaneciendo en estribaciones y salpicaduras con un tímido afán de conquista. Más allá no se sabía dónde terminaba la atmósfera ni dónde empezaba, extrañamente inclinado, el azul vaporoso del mar. De pronto, el piloto se vuelve a mí —atento “cicerone”— y me grita una palabra. Por el movimiento de los labios comprendo: “Los Repartos…” ¡Los Repartos! ¡Unas zanjitas ridículas y cuadriculadas, una presumida minucia, una coquetería infantil en la faz sin lindes del contorno! Y eso —pienso— cuesta una fortuna el metro, donde hay tanta generosidad agreste en redor… En una reducción increíble de la distancia se descubre luego, un momento no más, la mancha humilde del cementerio, constelada de puntitos blancos como un jirón de la Vía Láctea caído a la tierra. Esta altura anula la soberbia de los orondos mausoleos: todas las tumbas, ricas y pobres, suntuarias y mondas, son iguales allá arriba… ¿Y qué es aquel reguerillo de hormigas diligentes…? ¡Un entierro! Ahora, la suelta trama del Vedado, todo democrático también en su dispersa chatez; el palacete de aquel mercader que amontonó millones se pierde entre la muchedumbre de azoteas color de rosa… Damos un sesgo rápido. El timón subsidiario de emergencia gira misteriosamente entre mis rodillas. Asoma el aparato, enfrente, por encima de los hombros del piloto su hocico trémulo y brillante de bestia febril. Un aire fresco, alegre, me empapa el espíritu soberano con una sensación de libertad… Entonces se ve el presidio abajo, estrellada filigrana de muritos sin importancia dramática ninguna; en el recinto pululan morosamente las figurillas ociosas y blanquecinas de los presidiarios, y siento que nuestro libre vuelo por cima de ellos tiene algo de crueldad. (…) El nauta sonríe y accede… Durante unos minutos, el motor jadea rudamente, subiendo la cuesta del espacio… Me asalta un vago temor de haber sido imprudente en la petición. ¡No importa! La codicia de la altura bate ya en mis sienes guarnecidas, y una exaltación gloriosa se me riega por todos los nervios… De pronto, el piloto saca una mano y apunta un momento, haciendo fuerza contra el viento. Allí, a un lado, como un celeste animal sorprendido en sus predios y desacostumbrado a la mirada de los hombres, una nube huye despavorida. Una nube madre, con su cría de jironcillos… La máquina sigue ascendiendo. En el reloj marca la altura, a mi vera, la blanca manecilla gira lentamente sobre su disco negro: mil quinientos metros…, mil setecientos…, dos mil…, Por bajo de nosotros ya no se ve nada, nada humano… Entre nosotros y la villa se cierne la gran colcha abullonada, húmeda y rauda de las nubes… Luján: cuando aterrizamos unos minutos después, yo traía el cuerpo embebido de un trío estelar; y de la materia en torno, de nuestra amada San Cristóbal, me venía una ingrata sensación de mediocridad terrena…

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Javier Vázquez
2 años

Es una crónica preciosa, al igual que la que María Antonia Borroto cita de Mañach. Qué bueno poder tener esta perspectiva de Serpa, un escritor apenas mencionado hoy, salvo en ciertos círculos.

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Fernando Ibarra
2 años

El reportaje es hermoso, la lectura es sumamente agradable y he quedado atónito con el vocabulario que utiliza el autor en un texto tan breve. Leo a diario decenas de artículos periodísticos de diferentes países, y uniendo todos los del último mes, no llegan a tener la complejidad lingüística que se observa en esta breve e interesantísima crónica. Por otro lado, algunos apuntes que quiero comentar: el termino "steward" (sobrecargo o aeromozo) se utiliza actualmente, también lo he escuchado en hotelería y hostelería, para nombrar a las personas que ayudan en la cocina. El uso del algodón para los oídos, lo más probable, se debía a que las cabinas no estaban presurizadas como en la actualidad. Me sorprende las escalas que hacían los aviones de esa época, La Habana-Santa Clara-Cienfuegos-Morón-Manzanillo-Santiago de Cuba, algo impensable en la actualidad. La oración "ha creído a los humanos indignos del cuelo", leí automáticamente "vuelo", después la repasé y me he quedado con la duda, "cuelo", ¿de qué?, ¿de colar?... La oración: "Como el hombre actual vive entre milagros..." parece detenida en el tiempo, seguimos viviendo "entre milagros..." Gracias por publicar, debo confesar que no había leído a Enrique Serpa, y me ha encantado.

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María Antonia Borroto
2 años

@Fernando Ibarra Me alegra que le haya gustado tanto como a nosotros. Le agradezco la observación respecto a "cuelo". Es una errata, pero no no nuestra, sino del sitio de donde fue tomado el texto, ya le coloqué el sic correspondiente. Deduzco que debe decir vuelo. Desgraciadamente nos ha sido imposible consultar la revista Carteles en que apareció este texto. Tengo pendiente una revisión exhaustiva de las revistas Bohemia que he ido recopilando, pues espero encontrar otros textos de Serpa que lo conecten con Camagüey y con camagüeyanos.

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Fernando Ibarra
2 años

La crónica de Mañach, de 1925, es de la época anterior a la aviación comercial en Cuba. Por lo que escribe, podría tratarse de un biplaza monomotor, o de una avioneta. El vuelo, aparentemente fue corto, sobre la ciudad de La Habana, y resulta interesante, ya que los sitios mencionados, todavía existen y cualquier conocedor de la ciudad, puede saber cual fue la ruta elegida. Cuando menciona "los Repartos", debe hacer alusión a Miramar o Marianao, como también se le llamaba por esa época, y "estrellada filigrana de muritos sin importancia" se refiere al Castillo del Príncipe, que fue prisión hasta finales de los 70's. Muy interesante.

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María Antonia Borroto
2 años

@Fernando Ibarra Así mismo. Es fácil imaginar la sensación que debió producir entre los lectores. Esa crónica es el colofón de un libro dedicado a explorar la ciudad. Mañach se sirve de dos personajes, un narrador (su alter ego) y Luján, un procurador ya entradito en años. Y en las crónicas ambos caminan La Habana y conversan, y es curioso notar cómo sus perspectivas se complementan. Y el cierre es formidable: La Habana que se ha caminado y respirado vista desde lo alto. Y si lee "Ícaro", de Rosa Hilda Zell, tendrá la sensación del vuelo en los años 50... También tenemos el momento de la llegada del tren a Camagüey en dos textos, "Santa Clara-Camagüey", de Mañach, y "Camagüey, la ciudad enferma", de Guillén. Espero que podamos tener otras crónicas andarinas... Nos falta, por ejemplo, algo sobre el transporte por carreteras... Ya lo conseguiremos, de eso estoy segura.

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Javier Vázquez
2 años

Olvidé hace un rato hablar de la fotografía, que es excelente, y muestra la elegancia de unos pasajeros que lucen bastante relajados.

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