Un ligero vestido como el que llevamos los hijos de Cuba aun en los meses de invierno, apenas me protegía de la intemperie. Soplaba recio el viento del Norte, enfriábanse mis extremidades, tiritaba de pies a cabeza, me abrochaba la levita, cruzaba los brazos sobre el pecho como para confortar el corazón... el corazón se helaba, y tuve que acogerme a la sacristía del Santo Cristo.
Héme ya en el presbiterio. ¿Y qué hago aquí? Yo no traje intención de orar, pero maquinalmente se doblaron mis rodillas, y cual si fuese yo en aquella soledad sagrada el representante del género humano: tú solo eres santo, exclamé: tú solo eres eterno: ante ti solo debe doblarse toda rodilla. Y no tirité más, mi corazón entró en calor, y cobré ánimo para visitar los sepulcros. Salí al camposanto.
Vagaba yo de un punto a otro sumergido en profundas meditaciones. La yerba retardaba mis pasos: unas veces me daba a las rodillas, otras al pecho. Aquí me detenía un muro de la calle de los ángeles encubierto bajo una espesa manigua; allá tropezaba con los fragmentos de un ataúd; más acá con escombros y osamentas... A favor del crepúsculo columbré medio cuerpo de un hombre que sobresalía de una sepultura: era un negro que cavaba una larga zanja de tres cuartas de ancho y otro tanto de profundidad. Acerquéme a observar tan extraño modo de sepulturas, y a contemplar la frialdad de corazón de aquel sepulturero. ¡Tanto pueden los hábitos en el hombre! Levantaba la barreta a vista de una caja que asomaba a flor de tierra, y descargaba el golpe como si fuera sobre los raigones de un tronco podrido. era el tronco de un hombre que, vivo, tal vez no le hubiera permitido ni aun alzar la voz... ¡Orgullo en polvo! Por todas partes veía yo los huesos mondos de mis semejantes; y no podía persuadirme que aquél era un camposanto, sino un campo de batalla, donde salvajes caníbales habían roído los huesos de las tribus vencidas. ¡Qué horror, Dios mío! ¿Cómo se han embotado los afectos de padres, hijos, maridos y amigos que profesan una religión que manda enterrar los muertos y respetar sus cenizas como sagradas? ¡Oh costumbres! ¡Y se quiere que respetemos vuestros bárbaros fueros! Parece que nuestras simpatías más naturales, nuestros deberes más santos sólo duran mientras esperamos sacar alguna utilidad del objeto que los inspira. No podía yo soportar la vista de aquel cafre, de aquel buitre en cuyas garras veía quebrantar las costillas de mis semejantes, como los bejucos de una cerca vieja, y retiréme a la extremidad oriental del cementerio.
Allí forman ángulos dos de las tapias que acotan el terreno. Era ya entrada la noche. Mis ojos discernían un rimero de piedras semejante al copo de un horno de cal. Desprendíase una luz pálida, fosfórica, a favor de la cual reconocí que aquéllos eran cráneos y huesos recogidos entre un carnero, y ví que algunos se acomodaban unos sobre otros y formaron un esqueleto, un espectro, un hombre al cabo que así me habló: —¿Qué buscáis aquí, ingrato? —¿Ingrato yo? ¿Cómo me calificáis sin conocerme? —Os conozco; sois camagüeyano y basta: sabéis censurar obras de otros sin hacer cosa mejor, recogéis el fruto sin reconocer el beneficio. La mitad de vosotros ignoráis cuándo se hizo este camposanto, quién lo hizo, cuánto costó, y hasta la circunstancia particular de haberle estrenado yo que le hice[1]. No es esto lo que siento, sino que en vuestras manos degeneran las instituciones más sabias y útiles: todo lo convertís en objeto de sórdido interés, y ni aun para satisfacer vuestras vanidades consultáis la utilidad pública. ¿No habéis convertido el camposanto en un pingüe mayorazgo? Pero no habéis sembrado un ciprés en memoria del bienhechor; no habéis plantado un rosal en la calle de los ángeles. Habéis llenado de bóvedas los muros del camposanto; pero destruís el saludable sistema de cementerios generales, así en sus tendencias sanitarias como religiosas. En cuanto a lo primero, tan mal construidas están, que no será extraño que el día menos pensado el cadáver corrompido de algún petit-aristócrata infeccione a cuantos se acerquen a su bóveda. En cuanto a lo segundo, ¿qué respeto religioso han de inspirar unos monumentos tan chabacanos, a los cuales es necesario acercarse con cuidado por el desaseo con que se conservan? ¡Y qué orden de arquitectura tan ingenioso! Unos se parecen a un arcón viejo, otros al falso de la casa de un avaro, y algunos al seco panal de las avispas... ¿Por qué no habéis imitado siquiera a los ricos tontos, a las mujeres feas, y a los tiranos, que, a falta de mérito intrínseco, deslumbran con un aparato sorprendente de exterioridades? Ya que queréis conservar algunos años los huesos de vuestros padres pudierais hacerlo de un modo que os honrase siquiera en las apariencias... Mira, joven, yo te digo que todo esto es bambolla y vanidad de los vivos: nosotros los muertos no necesitamos más que de las buenas obras que hicimos para adquirir la gloria espiritual y mundana. La filosofía la erige un monumento diario a Sócrates; y cuando perezcan todas las bóvedas de Colón, la América atestiguará su grandeza. Llévate estas lecciones y retírate.
Retiréme cabizbajo, meditabundo. Si este hombre, dije, hubiera matado sobre este sitio a millares de hombres por esclavizar a los restantes como un César, un Alejandro, un Gengis-Kan, ¡cuántos monumentos no le hubiera erigido la impiedad! ¡Cuántas inscripciones no le hubiera dedicado la adulación! Pero hizo una obra pública para que se hiciese una obra de misericordia, y sus compatriotas no han demarcado con una tosca losa el punto donde está enterrado, ni puesto una inscripción que atestigüe la gratitud pública. ¡Qué ideas las de los pueblos!
Seguí andando y meditando. En todas partes el espíritu de reforma y progreso mejora las obras antiguas; aquí el espíritu de rutina, o copia servilmente, o lo paraliza todo: nada se acomoda a las exigencias y al gusto del siglo. ¿Por qué este camposanto no se divide en cuadros, departamentos, calles y alamedas, separadas por verjas decentes, y calzadas cómodas? De este modo y bajo un buen método reglamentario bastaría para las necesidades de triple población ¿Y por qué se entierran los cadáveres a la flor de la tierra en un país cálido y húmedo? Prescindiendo del horror que esto causa en las almas sensibles; la sanidad pública, el respeto a los huesos de nuestros semejantes y la reputación de un pueblo culto ¿no reclaman imperiosamente la reforma del cementerio general? Todos lo ven, pero todos callan. ¡Guay de aquél que se atreve a denunciar las malas costumbres!
Un grupo de sombras me salió al encuentro. —¿Qué queréis de mí, sombras venerandas, qué me exigís? —Nada más que bendecirte y mandarte que mueras como nosotros—. Reconocí a los autores de mis días. lloré, y prometí obedecer.
A pocos pasos un espectro me tocó el corazón con su mano. —¡Dios te salve! —le dije— amigo de mi juventud, amigo en mi pobreza, amigo en mi desgracia, amigo en la tierra donde sólo tu voz me recordaba la patria. Yo te conservo aún aquel afecto vivo, latente, superior a todo interés[2]... —Ya lo sé; y por esto te aconsejo: escúchame. Te has engolfado en un mundo positivo, de intereses materiales. Yo te aseguro que en ellos no encontrarás más que socios interesados como tú; pero ni un solo amigo. Retírate del mundo positivo; y si la complicación de circunstancias fuere tal, que no puedas hacerlo decorosamente, desconfía de los hombres, guárdate de las mujeres, y ten cuenta contigo mismo.
Seguí andando y un grupo de sombras me dijeron: —Detente, a veinte pasos de nosotros. Tú has abjurado de nuestra enseñanza, te has burlado de nuestros métodos, has ridiculizado la autoridad de maestros con que te imponíamos un sistema, no nos has perdonado que con sangre te diésemos las letras. —Maestros míos, yo os agradezco vuestra enseñanza, pero no vuestro trato. He seguido otros métodos porque facilitan en un año lo que no aprendí en cuatro por el vuestro: he ridiculizado la autoridad de maestros, en cuanto la empleabais para sancionar errores: porque en efecto no hay más que una razón y una verdad emanadas de Dios, y toda la autoridad de los hombres no podrá hacer que lo justo sea injusto, o que lo cierto sea falso. Vuestra palmeta y disciplina me enseñaron a mentir; me inspirasteis la hipocresía, bajeza y terror de un esclavo; expusisteis mis carnes a la vergüenza y destruisteis el pudor inocente; me exigisteis que fuera el celador, o sea el espía, el infame delator de mis condiscípulos.—. El grupo desapareció y me quedé con la palabra en los labios.
Una música celestial me atrajo al centro del camposanto. ¡Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres!, cantaba el coro de ángeles. Una aureola de luz resplandecía sobre aquel grupo: no podía acercarme; y he aquí que un anciano[3] salió de entre los niños y me dijo: —Aquéllos que forman el ala izquierda son los expósitos; nacieron en una sociedad donde no encontraron un pecho que los nutriese, ni un pañal que los abrigase, ni un techo que los acogiese; del seno de la abundancia fueron arrojados a las puertas de la miseria; del hogar del honor fueron lanzados al hogar de mujeres infelices a quienes el mundo no honra, que los recogieron, partieron con ellos la pitanza de sus propios hijos, y unos y otros murieron de necesidad. Yo quise remediar estos males; encontré muchos censores; pero no un solo cooperador. El ala derecha del grupo la componen los niños pobres: nueve décimos han muerto por la miseria, el hambre, las enfermedades que se originan de los malos alimentos, la desnudez, la humedad de los bohíos y el mal trato que les dio la ignorancia o desamor de sus padres. Los pobres no trabajan, ni se instruyen de sus deberes religiosos y sociales; los ricos no protegen, ni quieren que se ilustre el pobre; los niños mueren a millares y la población no se aumenta, como debiera en un país virgen. El centro del grupo es de niños ricos: cuatro quintos han muerto precozmente por culpa de sus padres: unos porque los envenenaron en el pecho de una nodriza inmoral, para que la madre conservase su hermosura, y pudiera enseñarse en todas las diversiones y tertulias; otros porque nada se les vedaba, ni alimento, ni acto, con tal que no llorasen; otros porque no se les permitía hacer uso de sus miembros, ni les había de dar el sol, ni la luna, ni el aire, ni el agua. A retaguardia de todo el grupo, verás, con algún trabajo, las sombras de los niños del Limbo. Una cuarta parte murieron por culpa de los facultativos o la falta de asistencia oportuna; otra cuarta parte murieron porque sus madres no ejercitan sus fuerzas, no caminan, pasan la vida en la cama, el butaque, la mesa de tresillo o la volanta; otra cuarta parte murieron de los cañonazos, bombas y cohetes de las fiestas: por las calles desniveladas, llenas de zanjones y precipicios, donde atraviesan un horcón de jiquí para que salte la volanta y sacuda fuertemente el cuerpo delicado de una mujer en cinta. ¿Te atreverás a decir que las costumbres del Camagüey cercenan las tres cuartas partes de los niños que debían duplicar nuestra población cada veinte años? — Sí, lo diré. —Pues los niños rogarán por ti.
Dirigíme a otro grupo que era el más numeroso. Por más que les hablé, no me dijeron una palabra. Retirábame ya, cuando de lejos vi venir a un apóstol[4] en cuyas manos resplandecía la antorcha de la caridad, y colocándose a la cabeza del grupo me habló en estos términos: —Éste es el grupo de los pobres; no te han hablado, porque su misma pobreza les quita el aliento. Ve a decir en mi nombre que no dejen perder tantos años de predicación evangélica, ni esos edificios que fabriqué para los pobres, y que tanto honran al pueblo. Di que se asocien a la Junta de Caridad, y que tengan el noble orgullo (que no es vanidad) de ver publicada la lista de millares de socios, para que sea menor la cuota de la contribución, y sobre para todo. Di: “que todos los males de un Estado provienen de la ignorancia y miseria de las clases pobres, y que los crímenes de éstos son el castigo de los ricos”. En efecto, cuando el pobre está desmoralizado y tiene hambre, se roba la vaca del rico. Así paga el rico lo que no contribuye para mejorar la condición social y moral del pobre. Ricos hay que poseen dos mil caballerías de tierra, que no trabajan ni pueden trabajarlas; y hay millares de pobres que las trabajarían con utilidad de los ricos, si adoptasen un sistema benéfico de protección y enérgico de castigos. Di todo esto en mi nombre, y no temas repetirte: yo logré algo instando y repitiendo, pues la mano que el lunes está encogida, el sábado la abre la Virgen. ¿Te atreverás a decir todo esto? —Sí, venerable Padre, todo lo diré como usted lo manda. — Pues nosotros rogaremos por ti.
Retiréme de aquel punto, y luego oí que me llamaban: —¡Lugareño, Lugareño! —¿Quién me conoce aquí por este apodo? —Tu buen amigo, el protector de las Escenas Cotidianas. —¡Dios te salve, ilustrado Censor, maestro ilustre[5] de la juventud de mi Patria! ¿En qué te puedo servir? —Escúchame: quiero que seas el mensajero de mis votos por el país en que nacimos. Di a los jóvenes a quienes tuve el honor de enseñar, que aunque han perdido al maestro, la ciencia no está perdida; pero que no se llega a su templo sino por las vías del estudio y el honor: que no hay más que una justicia y que buscarla y defenderla es la noble misión de un letrado. Di en la Sociedad Patriótica que se pongan de acuerdo con el Muy Ilustre Ayuntamiento para establecer un sistema de contratación de niños y dictar un reglamento digno de las luces y filantropía de ambas corporaciones. Di a la Junta del Camino de Hierro que no desmaye: que ésa es la grande obra que ha de desenvolver las riquezas de la provincia, y acreditar de cuanto son capaces 70,000 hombres en un suelo y bajo de un clima como el del Camagüey; haz ver que todos van a triplicar sus riquezas en el momento en que puedan llamar a Nuevitas los buques extranjeros, por la ventajosa situación de ese puerto. Di que todavía no está hecho el camino, y los terrenos que antes se vendían a 80 ps. hoy no quieren darlos por 200. En cuanto a ti te daré unos consejos: Sigue escribiendo las Escenas, y descarga a mano fuerte sobre las costumbres que por bárbaras o por insensatas reclamen una reforma saludable; pero no te empeñes en sostener tus ideas: lánzalas a merced del sentido común del público; si tienen algún mérito, él las adoptará y si no lo tienen, te evitarás el trabajo de defenderlas; y si teniendo mérito, el pueblo ni las adopta ni las aprecia, ten lástima del pueblo.
Retirábame de allí cuando me llamó la atención un ruido que oí por una de las tapias. Tres hombres treparon y uno dijo: “allá va con Dios; si quieren que lo entierren, y si no que lo dejen”. Otro dijo: “infeliz madre, no tenía con qué curar al muchacho, y querían que tuviera qué sé yo, cuántos pesos...” Otro dijo: “vámonos de aquí, no sea que tengamos que pagar por hacer una obra de misericordia”. ¡Anjá!, dije yo. Escribamos todo esto sin exageración, sin temor, ni encono.
Publicado en la Gaceta de Puerto Príncipe. 24 de Noviembre de 1838. No. 94. Año 14. Pág. 1. Tomado de Escenas Cotidianas. Prólogo de María Antonia Borroto. Camagüey, Ediciones El Lugareño, 2017, pp.146-151.
Comentarios
Olivia Cano Castro
3 horasCon qué amargura nos habla de la desmemoria, las injusticias sociales, el olvido de méritos y virtudes. ¡Qué desconsuelo!