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Tomé el avión con disgusto. Vuelo 472, Habana-Cienfuegos-Camagüey, —y yo había querido hacer el viaje directamente, sin escalas. Sábado, despegando de Rancho Boyeros a las 7:58, para llegar a Puerto Príncipe entre diez y diez y media de la noche—, y yo necesitaba estar en la Ciudad Prócer desde el mediodía, ya que al siguiente, domingo 20 y Día del Detallista para más señas, daba en el Camagüey Tennis Club la primera de dos conferencias sobre cocina moderna. Luego, se me quedó en casa el abrigo, olvidado a última hora sobre una silla del comedor, y no había que consultar a un meteorólogo para saber que en tierra hacía fresco y en el aire iba a hacer frío. En resumen, un conjunto de contratiempos como para renunciar al viajecito, caso de ser una supersticiosa. Pero una no lo es, o mejor dicho, sí; una tiene sus supersticiones, pero científicas y lógicas y basadas en el cálculo de probabilidades, que dice que cuando más incidentes adversos se reúnan al inicio de una aventura, menos probable resulta que ésta acabe mal, porque ¡serían demasiadas coincidencias! Y como quiera que una superstición positivista es tan respetable y valedera como cualquiera otra, yo me guío por ésta, que falla o no falla, según Dios quiera, pero que sigue siendo mi única superstición.

Y así, subí a mi avión y trepé hasta el primerísimo asiento, que es el que menos se bambolea, y me eché sobre los hombros la capa de agua, que la había traído en previsión de que hiciera mal tiempo al aterrizar en Puerto Príncipe, y me ajusté el cinturón de seguridad y me dispuse a dormir, que es la más segura prevención contra el mareo de todas cuantas conozco. Pero no estaba escrito que hiciera el viaje durmiendo: iba de sobrecargo un muchacho muy atento, Orlando López, a quien en otros viajes le había dicho que no a tantas amables ofertas que no tuve valor para rechazarle esta vez sus sempiternos periódicos; y aceptando uno de ellos, había que hacer siquiera la comedia de leerlo un rato. Jamás lo intentara: el capitán, Arturo Maciá, cayó en la cuenta de quién yo era aunque había embarcado bajo mi otro nombre de Rosa Hilda Zell, y vino a saludarme como lector que es de El Menú de la Semana, —aunque naturalmente, la cocina no le interesa en lo más mínimo, y así lo hizo constar, y yo doy fe de ello; pero de todos modos, es lector de esta página el capitán Maciá. Y he ahí confirmada mi única superstición, ésa que el antiguo legislador que llaman vulgo incluyó entre sus sentencias cuando dijo que bien está lo que bien acaba, y que quien ríe último ríe mejor, de lo que se infiere que nada dicen del final de una empresa sus principios: aquel viaje, empezado bajo signos tan poco propicios, desde ese mismo momento en que me saludó mi desconocido amigo cambió de suerte. Tanto, que yo que (por miedo a la carretera) casi no viajo si no es por el aire, fue entonces que supe lo que es volar, que es algo muy distinto de ser transportado por encima de las nubes.

Allí donde va el pasaje sentadito a un lado y otro del pasillo largo que lleva desde la cabina del piloto hasta el compartimento dedicado en la cola al equipaje, allí donde va el pasaje se es un bulto más: un bulto que lee el periódico, que toma café, que masca chicle y que se marea, pero que no sabe, ni siquiera cuando mira los rebaños de nubes allá abajo, lo que es andar de compañero del viento. El pájaro de acero que nos ha tragado parece que se está quieto y sin moverse, suspendido entre cielo y tierra muy modorramente, como si nada tuviera que hacer ni arriba ni abajo. Y la gente en redor nuestro está hablando las mismas tonterías de siempre, como si no se diera cuenta, —y en efecto no se da—, de que en ella se está cumpliendo el sueño de mil generaciones, desde Ícaro hasta Leonardo. Si al menos no nos ofrecieran ni chicle ni periódicos ni café; si al menos se callara todo el que no tuviera algo propio que decir; si al menos pudiera una adivinar qué hubieran dicho, de estar sentados allí donde una está, Shelley o Cervantes o siquiera aquel Luis Vélez de Guevara en cuyo obsequio el Diablo Cojuelo levantara la tapa del pastelón de Madrid, encaramados ambos en lo alto de no recuerdo qué torrecilla! Pero no hay remedio. Inexorable como el destino, la etiqueta sacrílega del vuelo comercial se va cumpliendo, desde el chicle al despegar hasta el cinturón de seguridad ajustado para el aterrizaje, pasando por el periódico y el café o el juguito a medio viaje y la conversación pedestre de principio a fin; y no hay un asidero para el pensamiento que quiere también él saltar por encima del abismo. O sí lo hay, pero el pensamiento no lo identifica como tal, simplemente porque no lo conoce: la puerta cerrada de la cabina de mando, tras de la cual está el piloto.

Esa puerta, el capitán Arturo Macía la abrió para mí. Y todavía hizo más, o al menos lo intentó; intentó enseñarme qué son y para qué sirven todas esas esferitas como de reloj que se amontonan en la nariz del avión, frente por frente a los asientos de quienes lo dirigen. ¡Maravillosos relojitos! Hay uno donde una raya recta copia todos los movimientos del avión, según se ladee a un lado o a otro o vaya serenamente recto. Hay otro, y aún creo que son dos y no uno, que marcan la altura a que va volando. Hay uno donde una aguja señala si va en derechura hacia una estación de radio escogida de antemano, o si por el contrario se desvía hacia la derecha o hacia la izquierda del camino que hacia ella lleva. Pero hay algo más que relojitos y números y cálculos matemáticos en la cabina de mando; hay una brújula, —“un compás magnético”, decía el capitán Maciá—, y hay dos timones que obedecen a la mano del hombre, y hay teléfonos para hablar desde el aire a la tierra y hasta a los otros aviones que por ahí puedan andar volando; pero sobre todo, hay un ventanal que se abre en redondo dejándonos ver las estrellas arriba, casi al alcance de la mano, y allá abajo, muy abajo, las constelaciones rectilíneas de las ciudades, astros de un firmamento invertido.

Y perdido en la noche, arriba un abismo y abajo otro, el Hombre mira una esfera, y observa el movimiento de una aguja, y suma y resta y va seguro a su destino. Siente una, allí en el cerebro del pájaro de acero, que es su dueña y no su carga. Pasa otro avión; el nuestro lo saluda con un guiño de luz. De teléfono a teléfono, los pilotos conversan. Dicen cómo anda el cielo, y qué dejó cada uno atrás, y qué puede esperar el otro más adelante. Yo lo sé, porque los oí; Urbano Rodríguez, el copiloto de mi avión, me prestó un teléfono cada vez que se le ocurrió hablar con sus compañeros del cielo o de la tierra.

Aeropuerto de Camagüey en la década de los cincuenta.

Tanto así, que cuando nos cruzamos con el 485, que iba de Holguín a Rancho Boyeros bajo el mando de Tito Salgarella, me enteré de cómo a poco de despegar habían avistado un platillo volador. “¿No sería”, objetó Urbano, “un aerolito?” “No”, repuso el copiloto, Enrique Cadenas, “porque los aerolitos no siguen un curso paralelo al horizonte, dejando tras de sí un rastro de fuego”... Algo más hablaron, pero temo que no lo entendí del todo. Seguimos nuestro rumbo pasando sobre Ciego de Avila, Baraguá, Florida. Camagüey, allá abajo, ya hacía algunos minutos que nos guiñaba el ojo bicolor de su faro. Cedí nuevamente su asiento a Maciá. Urbano empezó a chequear los mandos.

Abrieron las dos primeras ventanillas laterales. Y conocí una de las tradiciones del aire: Macía, tomando los controles, se volvió a mí y me dedicó el aterrizaje. Tras un momento de vacilación, porque no sabía (y todavía no lo sé), si era o no lo indicado, yo le di las gracias. Quizás la frase sea otra, y falté al protocolo de las nubes. No sé, y es tarde para averiguarlo. De todos modos, gracias estuvo bien dicho, porque pocas veces las he dado con tan justo motivo. Tanto, que me siento obligada a devolver la cortesía, y no teniendo un Clavileño que brindarle para que vaya, —como él hizo por mí—, a caminar por los prados donde triscan las Siete Cabritas, le ofrezco esta crónica que estoy escribiendo en el Hospital San Juan de Dios de Camagüey, después de almorzar con los fiñes y su Julieta Arango, —de lo que hablaré en mi próxima crónica—, mientras que Loreto pone en limpio “sus” papeles y Celia marca “su” ropa en la máquina ensartada con hilo rojo.

¡San Juan de Dios, andando ya, aunque no sea a plena capacidad! ¡Y cómo es de dichoso el viaje que acaba en sus puertas, abiertas al fin para los niños de Camagüey y Oriente! Verdaderamente, mi única superstición no lo es, sino ley matemática e infalible señal de lo venidero; bien está lo que bien acaba, y no hay que fiarse de los comienzos para predecir el final...

En atención a lo cual, y a la mucha cortesía que para mí tuvo, acepte, Capitán Arturo Maciá, esta crónica que se ha escrito como a Vd. le gustan, sin una sola nota de cocina ni de repostería aunque para llenarla de recetas tuviera el justísimo pretexto de la conferencia que di en el Camagüey Tennis Club al día siguiente de habernos conocido allá arriba, entre el cielo y la tierra... Aunque pensándolo mejor, bueno es un pan con dos pedazos, y a más de esta croniquilla volandera le brindaré las fotos que la acompañan, por las cuales podrá su señora, si no lo tiene a mal, guisarle un día de estos algo de parte mía; y no digo que sea esto ni aquéllo, porque no sé cuáles sean sus gustos. Por eso, para servirle mejor, pongo un poco de acá y otro poco de allá; Vd. escoja. O mejor, no escoja nada, que no quiero obligarlo a leer cocina, pero deje esta Bohemia por ahí donde Vd. sepa que la encontrará quien debe encontrarla, abierta por esta misma página; y espere los acontecimientos, que no tardarán en producirse a su entera satisfacción. Y otra vez, ¡gracias!

Plaza San Juan de Dios.
Leído por María Antonia Borroto

Publicado originalmente en “El menú de la semana”, Bohemia, Año 44, Número 18, 4 de mayo de 1952, pp.110-111. Tomado de: Rosa Hilda Zell (Adriana Loredo): Páginas muy bien condimentadas. Compilación y prólogo de María Antonia Borroto. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2018, pp.173-177.

Nota de El Camagüey: Se ha respetado la ortografía y puntuación del original.

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Comentarios
María Antonia Borroto
4 años

Rosa Hilda Zell es hoy en día prácticamente una desconocida. En Bohemia, entre 1946 y 1960 tuvo una sección de cocina. Dicho así a algunos podría parecerles poco interesante; sin embargo, enseguida demostró que sin dejar de hablar de cocina podían tratarse muchísimos temas. Asomarse a sus páginas es vivir esos años desde una perspectiva muy femenina. En "Páginas muy bien condimentadas" compilé parte de esos textos. Espero que muy pronto esté en manos de los lectores, quienes descubrirán a una batalladora y enérgica mujer con mensajes muy válidos también para el presente.

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Lianet Sanzo Martín
4 años

Espero ansiosa por esa compilación, pues me ha gustado mucho esta crónica compartida. Viajar en el tiempo y encontrarme observando ese cielo colmado de estrellas y los astros del firmamento invertido junto al comentario de María Antonia me ha inspirado a desear conocer a través de sus páginas a Rosa Hilda Zell

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María Antonia Borroto
4 años

Esperemos que no demore. Ella y su manera de apreciar su contexto nos dan una visión de la República muy particular. Sería muy bueno tenerla nuevamente entre nosotros. Tiene tanto pero tanto que decirnos.

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Damaris Hernández
4 años

Excelente crónica. Aguardo por el libro para seguir conociendo de cerca a Rosa Hilda. Gracias, profe, por el esfuerzo de compilar su obra y por compartirnos aquí este texto.

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María Antonia Borroto
4 años

Gracias a ti. El libro, una vez impreso, permitirá apreciar que las batallas de Rosa Hilda siguen siendo en buena medida las nuestras.

Alma Flor Ada
4 años

Muchisimas gracias por esta magnifica cronica. Espero con sumo interes la compilacion que esta preparando.

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María Antonia Borroto
4 años

¡Gracias! Habrá un ejemplar para usted.

Alma Flor Ada
4 años

Eso sera un inmenso honor. A mi me gustaria compartir con usted algunos de mis libros, pero no tengo modo de enviarlos a Cuba por el momento. ?Tiene usted alguna direccion en Estados Unidos por medio de la cual pudiera hacerselos llegar?

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María Antonia Borroto
4 años

Mil disculpas, no había visto este comentario suyo. Le escribo en privado. ¡Gracias!

Alma Flor Ada
4 años

Por favor escribame a mi correo: almaflor@almaflorada.com

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María Antonia Borroto
4 años

Comparto una muy buena noticia: el libro donde compilé las crónicas en Bohemia de Rosa Hilda Zell (Adriana Loredo) ya está impreso y listo para llegar a los lectores. Su título es "Páginas muy bien condimentadas" y forma parte de la colección Mariposa de la Editorial Oriente, la edición estuvo a cargo de Asela Suárez. Espero que pornto, muy pronto (la celeridad dependerá en buena medida de la situación saniaria) ya esté en la red de librerías cubanas. Es una excelente noticia, no tanto por mí como por la gran mujer y gran periodista que fue Rosa Hilda Zell. Me complace muchísimo acercarla a los lectores actuales. Creo que desde sus páginas se podrán iluminar muchas circunstancias de esos años, vistos desde una perspectiva muy personal y enérgica, desde una perspectiva femenina y muy hogareña. No olvidemos que el hogar es una suerte de cámara de ecos del espacio público, y desde el uno puede ser iluminado el otro.

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María Antonia Borroto
3 años

Éste debió ser tal vez el primer comentario para esta publicación, pues presenta a Rosa Hilda Zell, quien firmaba como Adriana Loredo: se trata de una reseña que escribí hace ya bastante tiempo y de la que una primera versión apareció en el blog Gaspar El Lugareño. La comparto ahora con los lectores de El Camagüey: Adriana Loredo en su cosmos Hace un tiempito que ando manoseando los ejemplares de la revista Bohemia de los años 40 y 50. Algunos amigos han llegado a burlarse de mí y hasta me piden que en vez de mirar páginas tan amarillentas me ocupe de algo más práctico y actual… Pero no desfallezco ni les hago caso, es que me siento en presencia de un tesoro inigualable para comprender a la Cuba republicana e, incluso, a la Cuba actual. Y entre las cien páginas que en cada edición tenía por esos años la Bohemia, con razón considerada la primera de las revistas de Cuba y una de las más importantes de Hispanoamérica, hay unas que me seducen particularmente: las ocupadas por “El menú de la semana”, sección que puntualmente, entre 1946 y 1960, firmó Adriana Loredo. “El menú…” tenía, como es de suponer, muchas y variadas recetas, exóticas algunas, otras muy sencillas y hogareñas, todas debidamente explicadas. Aparecían los ingredientes y sus proporciones, algunos consejos: secretos que tanta falta a veces nos hacen… También devino para su autora una atalaya desde la cual conversar con sus lectores no solo de cocina, pues Adriana Loredo tenía una vasta cultura y era una notable periodista. Además, tampoco Adriana es simplemente Adriana: es el seudónimo empleado por Rosa Hilda Zell para firmar esta sección. La historia es curiosa, y la cuenta la propia autora en la sección, publicada en el primer número de agosto de 1951, con la que celebraba el quinto aniversario de su aparición, crónica elegida como pórtico del volumen Arroz con mango, editado en 1952. Refiere que al querer regresar a ejercer el periodismo tras una ausencia de varios años, debió estudiar las publicaciones periódicas, lectura marcada por una interrogación avasalladora: ¿Qué realidad cubana no había encontrado todavía en eco en nuestra prensa? ¿Qué gran necesidad de algún sector de nuestro pueblo pasaba para ella desconocida? ¿Qué problema ignoraba? No tardé en saberlo. Bajo el imperio de la Bolsa Negra, en medio del caos de los abastecimientos, las amas de casa no tenían una sección de cocina que las ayudara a resolver «la situación». El fragmento muestra a una mujer práctica, emprendedora, con ganas de hacer, y muy consciente de la utilidad pública que pretendía para su periodismo. Muy a gusto se sintió Rosa Hilda con esa página tan suya. Lo adivina uno al leerla, y lo ratifica ella en 1951. Para esa fecha ya habían visto la luz “doscientos sesenta artículos «de cocina» escritos por alguien que por nada del mundo hubiera firmado con su nombre una sección de cocina en julio de 1946, pero que en agosto de 1951 nada deplora tanto como no poder hacerlo… ¡Es tarde ya para dar marcha atrás; Adriana Loredo se ha quedado, con algo que nunca debió rechazar Rosa Hilda Zell!”. No abundan los datos sobre ella. EcuRed, la Enciclopedia Colaborativa Cubana, no le ha dedicado una página, ni el portal de la prensa la incluye en su nómina de periodistas ilustres. Sí lo hizo Ana Núñez Machín en Mujeres en el periodismo cubano. Podemos precisar allí varios datos, citados también por Salvador Arias. Nació en La Habana en 1910, ciudad en la que murió en 1971. Parte de su niñez transcurrió en los centrales Manatí y Francisco, en las antiguas provincias de Camagüey y Oriente, y parte de su adolescencia en Sagua la Grande, Las Villas, estancias que serían evocadas en sus crónicas y que marcaron un peculiar compromiso con la mujer campesina. Muy joven sintió vocación por las artes plásticas y cursó estudios en San Alejandro. Sus primeros versos vieron la luz en el periódico La Tribuna, de Manzanillo, en 1921. Mediodía y Equis fueron otras publicaciones en las que colaboró, aunque consideraba su entrada formal en el periodismo al trabajar en la revista Ellas, de la que llegó a ser jefa de redacción. El Mundo también se honró con su presencia y en alguna que otra crónica aparecen referencias a secciones suyas sobre crítica literaria y a la propia de cocina en versiones para emisoras de radio. En 1943 obtuvo mención honorífica en el concurso anual Hernández Catá y cuentos suyos fueron seleccionados en las dos más importantes antologías de ese género publicadas en Cuba durante esos años: Cuentos cubanos contemporáneos, de José Antonio Portuondo (1946) y Antología del cuento en Cuba, de Salvador Bueno (1953). En 1960 publicó el volumen Cunda y otros poemas. Refiere Ana Núñez Machín que, después del triunfo revolucionario de 1959, redactó la sección culinaria de Noticias de Hoy y Hoy domingo (1961-1963). En 1964, publica en el periódico El Mundo una sección titulada “En onda”, donde trata sobre cocina y otros asuntos. Pero El menú… fue el espacio que la hizo popular. Tiene aire casero, es cierto, aunque también refiere esos platos un tanto insólitos en el menú diario pero adecuados para fiestas. Despliega una galería dignísima de esas hechuras más trabajosas adecuadas para agasajar a comensales distinguidos, o los platillos con los que complacer a enfermos o a niños inapetentes. Hay de todo allí, desde postres heredados de las abuelas hasta los que en la época eran novedades de la llamada cocina moderna. Leer la sección es asistir, desde la perspectiva de una mujer culta, a los grandes sucesos de la época. También permite apreciar sus preocupaciones por el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la mujer cubana, por la manera en que eran promovidos los entonces muy modernos enseres de cocina —la olla de presión, la batidora eléctrica, entre otras—, por las cuestiones nutricionales, por la pésima situación de la mujer campesina… Adriana Loredo llamaba a las cosas por su nombre. Resulta curioso, por ejemplo, su relato de los sucesos del golpe de estado del 10 de marzo de 1952. Tenemos del suceso un punto de vista que es el de la cotidianidad, pues asistimos a su repercusión en la intimidad hogareña, a las expectativas abiertas de repente y, también, a la profunda decepción por el curso de los acontecimientos. Con Fulgencio Batista en el poder, ella debió escribir oblicuamente de “la situación”. Una férrea ley de censura obligaba a callar muchas cosas, y Adriana Loredo, hábil, discreta, femenina hizo, por ejemplo, de la inocente búsqueda de unas uvas en diciembre de 1958 asunto de un texto sesgado, cautivante, donde se habla de banderas que no flamean y de una libertad promisoria... O cuando, a raíz de la huelga del 9 de abril, evoca a Jorge Manrique y las Coplas a la muerte de su padre, al tiempo que se refiere a la fugacidad de la vida. Una y otra vez da cuenta de su admiración por Martí, comenta a Azorín, y, fina lectora del Quijote, se las arregla para hablar de este universal personaje y de sus duelos y quebrantos… También diserta sobre cuestiones lingüísticas: las maneras de llamar a ciertos platos y sus variantes regionales, la problemática de las traducciones, el peculiar registro al escribir para una publicación periódica, la inteligibilidad que ha de tener cada texto devienen casi una obsesión en esas páginas. Y también vemos a Nitza Villapol en sus comienzos, tal como advertimos atinados comentarios sobre otros libros de cocina y sobre las estrategias de los medios de comunicación al difundir recetas… O concurrimos a las cocinas de Vicentina Antuña y Dora Alonso, por ejemplo, para degustar platos finísimos, como los increíbles buñuelos, cuya receta Dora conocía muy bien y compartió con las lectoras. Rosa Hilda Zell era habanera, escribía desde esa ciudad, donde aún hoy están ubicadas, por supuesto, las oficinas de Bohemia. Su experiencia en el campo, su innata curiosidad y las propias estrategias de la publicación hicieron, sin embargo, que Adriana Loredo se moviera por toda la isla. En los cincuentas, dio varios seminarios sobre “cocina moderna” en diversas ciudades cubanas. Los trabajos aparecieron en la revista, y algunos en el libro Arroz con mango, aparecido en 1952. Pero es en la Bohemia donde me resulta más atractiva. Allí aparecen las crónicas y las recetas, las ilustraciones puntuales y algunas fotos suyas. Allí es posible seguir el itinerario de sus viajes, las consultas de los lectores, las cartas recibidas… Allí la encuentro de cuerpo entero: hábil cocinera, comunicadora eficiente, luchadora infatigable; periodista de altos kilates que nos demuestra que, efectivamente, una cocina es un cosmos.

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Javier Vázquez
3 años

@María Antonia Borroto Ansioso por tu libro. ¡Eres incansable!

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Javier Vázquez
3 años

Ya tengo tu libro, María Antonia Borroto. Te felicito, espero que los amantes de la Historia y del periodismo lo sepan aprovechar, puede ser muy útil en la docencia. Gracias.

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Freddys Núñez Estenoz
8 meses

Excelente..., acabo de despertar en un día más o menos normal, electricidad, café de la mañana, olor a tierra mojada (anoche mucha lluvia) y leer esta crónica..., es como presagiar que según las probabilidades el día fluirá a lo positivo. Y si no lo hace lo arreglo..., lo obligo a fluir a lo positivo. Gracias María Antonia leer EL CAMAGÜEY..., es un acto de soberbio placer, comparado con el flan de caramelo que de niño me hacía mi abuela.

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Elida Olga Díaz Fleites
8 meses

Excelente crónica, tan maravillosa como los comentarios que la acompañan

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