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La fundación de la ermita de La Soledad

La fundación de la ermita de La Soledad

La Iglesia Nuestra Señora de la Soledad, imponente mole de ladrillos oscurecidos por la humedad y el musgo, arañados por el tiempo, con sus grandes contrafuertes que le otorgan cierto aire de fortaleza, no deja de impresionar a lugareños y turistas, sobre todo por el contraste entre la severidad exterior y la sobria elegancia de sus tres naves. ubicada en la antigua calle Reina, ha contribuido no poco con su imagen a otorgar ese perfil añejo que posee el centro histórico de Camagüey.

Hacia 1697, comenzó el presbítero don Pablo Antonio de Velasco la edificación en ese lugar de una ermita, dedicada a Nuestra Señora de la Soledad. No saben a ciencia cierta los historiadores a expensas de quién se hacía, ni por qué se escogió precisamente ese sitio. Una sencilla leyenda, si bien calla lo primero, ofrece ingenua respuesta para lo segundo.

Avanzado el siglo XVII, era la calle Reina, como el resto de las de esta población, simple terraplén, a pesar de ser la arteria que cruzaba la villa y enlazaba las dos entradas a la misma: la de los viajeros que procedían de La Habana y la de los que venían de Santiago de Cuba. No era extraño esto si se tiene en cuenta que Puerto Príncipe no era más que un conjunto de bohíos y que la casa del Cabildo y las iglesias eran edificaciones más que modestas. No había alumbrado público, ni alcantarillado y los vecinos vertían muchas veces las basuras directamente en las calles, a las que la lluvia y abandono hacían intransitables, aun a caballo.

No es de extrañar, pues, que en aquel día legendario una atestada carreta de bueyes, cuyo somnoliento conductor no lograba conjurar los efectos de la mala noche, ni la persistente llovizna, se quedara varada en uno de los abundantes lodazales del barrio del Cascajal. Llovieron sobre los sufridos animales los pinchazos con el aguijón, los golpes y maldiciones de aquel hombre cada vez más impaciente: yunta y carreta parecían clavadas al suelo. Fueron congregándose los curiosos, porque en aquel pueblo las diversiones escaseaban y cualquier incidente callejero se volvía noticia. Al rato, aquel hecho que ocurría en cada primavera, iba tomando visos de excepcionalidad: una fuerza misteriosa parecía retener allí a los animales más allá de toda violencia. Entonces decidieron concluir por donde debían haber comenzado: aligerar la carga para facilitar los movimientos de la yunta.

Poco después de empezar a trasegar los pesados bultos, uno de ellos vino al suelo. Lo abren y en su interior había una hermosa imagen de la Virgen de la Soledad. Se dice que algunos cayeron de rodillas ante ella y aseguraron que estaban presenciando un signo divino: la Señora quería que en ese sitio se le edificara una ermita. Ignoramos la reacción final del obstinado boyero y también la de los posibles destinatarios de la imagen, la leyenda los ha dejado al margen.

Lo llamativo de este suceso es su casi exacta coincidencia con otro que tuvo lugar en Oaxaca, México, en el propio siglo XVII. En este caso fue una mula la que cayó desplomada en un sitio de esta ciudad y no hubo modo de moverla de allí hasta que descargaron los huacales que traía y en uno de ellos encontraron la imagen de la Virgen de la Soledad; en aquel lugar se levantó un templo, en el que posteriormente se insertó una serie de vitrales que narran la leyenda. Desde entonces, Nuestra Señora de la Soledad es patrona de ese estado mexicano y su templo está declarado Santuario Nacional. La imagen legendaria allí conservada es casi idéntica a la de Puerto Príncipe, aunque un tanto mayor.

La ermita principeña se construyó con cierta dignidad, a pesar de ser de una sola nave de ladrillos, con techo de tejas, gracias a los esfuerzos del presbítero Velasco, quien en 1703 es nombrado oficialmente capellán de ella. La devoción a esa advocación de la Virgen se extendió en el vecindario de modo tal que ya en el siglo XVIII era lugar muy concurrido y gracias a un legado de doña Rosa de Varona y Ortega, manejado por su hermano, el sacerdote don Adrián de Varona, fue posible la erección de un templo más ambicioso. Si atendemos a lo que escribe el obispo Morell, se inició la nueva construcción hacia 1733[1], aunque cuando pasó él por la villa, en 1756, aún se oficiaba en el viejo templo, pues el nuevo no andaba muy adelantado y explica que “por falta de medios, sólo han podido enrasarse las paredes del presbiterio, capilla y dos sacristías que lleva a los lados”[2]. Sólo en 1776 pudo ser concluida la obra, con sus tres sólidas naves, diez altares, presbiterio y coro. El largo de la nave mayor era de cincuenta y seis varas y media, lo que era desmesurado si se tiene en cuenta que la plazuela en la que estaba ubicada sólo tenía sesenta varas de largo.

En 1801 el templo fue erigido en parroquia. Sus piedras contemplarían a lo largo de los años numerosos sucesos, entre ellos: el bautismo de la que llegaría a ser célebre poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda, en 1814; el matrimonio de Ignacio Agramonte y Amalia Simoni, el primero de agosto de 1868; o las sonadas protestas del presbítero Manuel Martínez Saltage contra las masacres que el ejército republicano estaba realizando, con el pretexto de reprimir la guerrita de los “Independientes de color”, a mediados de 1912.

Además de la devoción a su patrona, que llegó a tener una procesión propia en la tarde del Viernes Santo, el templo centró desde el siglo XIX la devoción a la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, de tanta fuerza en Puerto Príncipe que a la cena familiar y festejos de esa noche se les dio en llamar “la Nochebuena chiquita”. Esa tarde, después de las celebraciones en el templo, partía de allí una singular procesión compuesta solo por muchachas solteras, vestidas de blanco y con mantilla del mismo color que llevaban a la cintura una banda azul celeste —color del manto de la Inmaculada— y popularmente se le llamaba a este cortejo “la procesión de las puras”.

La antigua imagen de la Virgen de la Soledad se conserva aún en el altar mayor. Es una figura pequeña, que tiene rostro y manos, y está adornada con cabellos naturales, pero el cuerpo está formado por simples varillas, como sucede en muchas imágenes antiguas, que simplemente sirven para sostener los vestidos. En las grandes festividades se le colocaba un gran manto negro incrustado con hilos de oro, que fue encargado a unas monjas en Valladolid. Cuando visitó el templo, a mediados del siglo XX, el célebre monje trapense y escritor místico Thomas Merton quedó profundamente impresionado con la belleza de la imagen y con lo singular de esta advocación de la Soledad.

Como otros casos, los hechos históricos parecen aún más fabulosos que la leyenda.


Tomado de Leyendas y tradiciones del Camagüey. 3ra. edición.  Camagüey, Ed. Ácana, 2006, pp.24-28.

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