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Antonio Zambrana

Antonio Zambrana

Señor Presidente:
Señoras y señores:

Han sido tantas las consideraciones que, inmotivada e inmerecidamente, conmigo ha guardado el Ateneo —como lo confirman las frases tan benévolas que acaba de pronunciar su digno señor Presidente, y a las cuales nunca había podido hasta ahora corresponder en manera alguna—, que me he apresurado a complacer a su amable Directiva desempeñando esta noche la comisión con que se ha dignado investirme, cuando —por lo demás— no es sólo muy grato para mí, sino sencillo y fácil, pues que responde a impulsos del corazón, decir algunas palabras en cumplimiento del cariñoso encargo que me ocasiona la satisfacción y el honor de presentaros —como desde luego os presento— al antiguo compañero de la gran guerra y amigo muy querido, al soldado, al tribuno, al maestro, al escritor y literato, al jurisconsulto; en una palabra, al cubano insigne que ha brillado en la vida y brillará siempre en nuestra historia como estrella de primera magnitud —entre los claros varones, entre los grandes fundadores de la patria— en la radiosa constelación en que señalamos con sus solos sencillos nombres, en la familiaridad de nuestro amor y nuestra veneración, a Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Antonio Maceo y Máximo Gómez, Calixto García y José Martí... y a quien, por igual motivo y análogos títulos, no llamaré sino Antonio Zambrana!

Pero, señores, esta inicial afirmación me fuerza a preguntar: ¿necesita él, por ventura, ser presentado en ninguna parte de la tierra cubana ni a ninguna reunión de sus compatriotas? Si así fuera indispensable, deberíamos compadecer a los que han sufrido, a los que hicieron sacrificios reales en aras de este país, y principalmente a los que por él murieron! Porque dos veces ha actuado e influido grande, profundamente Zambrana en nuestra vida pública, durante la revolución de 1868, y en el periodo posterior de lucha pacífica y a trechos animada, por arrancarle a la metrópoli española la concesión de la que se denominaba “autonomía colonial”.

Antonio Zambrana

Como veis, su nombre y su gloria personal están unidos, confundidos, entrelazados a esas dos grandes empresas, en los dos momentos, las dos épocas más brillantes y más angustiosas de nuestra evolución social y moral hasta 1895; sobre todo a la obra política que se desenvolvió en la década fulgurante, malograda por la fatalidad de la historia, por mil causas internas y exteriores que no voy a determinar ahora, y más que nada por el agotamiento de españoles y cubanos.

Si queréis daros cuenta de la significación y del influjo de una personalidad en la ciencia, la literatura, el arte o la política, desde el punto de vista de la evolución de las doctrinas, de las escuelas, de las ideas y de los sucesos históricos, procurad suprimirla mentalmente del período en que brilló. y si el proceso se produce así del mismo modo sin su acción o su presencia, por muy notable que haya sido será pronto olvidada y acaso no haya verdadera ingratitud en olvidarla; de lo contrario, sólo el desamor, la negligencia o desdén hacia el pasado, o una degeneración moral, quizás pavoroso cambio, en que un pueblo se arranca de su suelo y sus tradiciones y espantablemente, a la manera del cedro gigantesco de La Leyenda de los Siglos, atraviesa el espacio arrebatado por la tempestad como extraño monstruo que impele el azar en la tiniebla de lo desconocido, explicarían el fenómeno doloroso de desconocer u olvidar una sociedad o una nación a quienes modelaron su conciencia o labraron y decidieron su destino.

En el orden de las ideas, que son como el alma o la energética de los hechos, si estudiáis la Revolución de 1868, no podréis suprimir a algunos de sus protagonistas, tres principalmente —Céspedes, Agramonte y Zambrana— sin que en la fantasía misma se manifieste un proceso ulterior muy diverso; es decir, sin que en la realidad hubiera sido muy otro el curso de los acontecimientos capitales y, en consecuencia, el desarrollo total de nuestra historia.

Dentro de aquella revolución —a par de la sublime lucha de nuestros soldados patriotas con las enérgicas y valerosas, con las disciplinadas e innúmeras tropas españolas— se inició con el alzamiento mismo y fue tomando cuerpo otra lucha, sorda o manifiesta, y realmente trágica, en la región de los principios que inspiraron la vida de la revolución dentro y fuera de Cuba, y que explica suficientemente muchas de sus mayores peripecias, ocasionando también en parte no pequeña su declinación y ruina.

No sé lo que hubiera sido al cabo la Revolución si se imponen y triunfan en la práctica las ideas en que Céspedes había nutrido su espíritu y a cuya luz inició la gran lucha por la independencia. Básteos saber que el ilustre caudillo no se propuso desde luego sino cortar con la espada los lazos de dependencia que nos sujetaban a España. Sin su tremenda resolución no hubiera habido por entonces probablemente sublevación y guerra. El haber realizado la estupenda y maravillosa locura de rebelarse en las excepcionales condiciones en que lo hizo, le coloca muy alto en la escala de la grandeza humana, le asienta en las cimas superiores de la gloria, pone su pasmosa hazaña al mismo nivel en la admiración del mundo, si no más arriba, que la de Cortés invadiendo a México, Francisco Pizarro lanzándose sobre el Perú, o Gonzalo su hermano escalando en pavorosa peregrinación las cordilleras andinas. Pero Céspedes mantuvo y quería mantener una Capitanía General semejante o idéntica a la que se empeñaba en derrocar. Y por tal manera, su grande obra en sí misma hubiera sido incompleta, sin verdaderas ventajas, tal vez erizada en lo porvenir de dificultades y peligros, por no representar más que un aspecto del patriotismo cubano. Porque en el ideal por casi todos sus compatriotas acariciado, la independencia llegó a ser un medio imprescindible; pero no era su única ni mucho menos su más preciada y más alta finalidad, que sólo se completaba con todas las conquistas o aspiraciones de la democracia, cuya cifra y compendio, cuya expresión cabal es la República. El Camagüey, que se sublevó menos de un mes después, planteó el conflicto entre los principios, al organizarse democráticamente como lo hizo desde el momento mismo que tomó la admirable y audaz resolución de echarse al campo aún sin armas para combatir.

Estas llegaron a sus playas pocas semanas adelante en un barquichuelo, cuyo nombre, el Galvanic, suena en mis oídos como un canto sollozante del destierro, y representa en mi fantasía más, mucho más —en el orden de la fe, de la devoción al ideal, del entusiasmo, del valor y la abnegación— que el barco que con el nombre de la Flor de Mayo atravesó el férvido Atlántico más de dos siglos antes para cambiar los destinos de América y del mundo. No puedo recordar la travesía milagrosa de aquel fantástico bajel cubano sin orgullo, sin enternecimiento, sin la impresión indecible de la miseria de todas las cosas, aun de las grandes como ésa, que no se concibe sino en la bruma misteriosa de la leyenda o de la fábula. Porque su más valioso cargamento se componía de cerebros y de corazones. Allí iban representaciones de todo un pueblo y más de una generación. Allí, entre compañeros risueños y resueltos, como iluminados de seráfica lumbre, merecía su afectuoso respeto un joven de prodigioso talento escudriñador y de alma estoica de espartano; allí se habían juntado para pelear en la tierra amada, obreros de las ciudades y poetas endebles de cuerpo, mas de espíritu gigante; y allí, bello como Lord Byron, y arrastrando una pierna como él, iba un adolescente generoso y jovial, ignorando todavía que podría decir como un héroe del dramaturgo sin par: “el peligro y yo somos dos leones nacidos el mismo día, pero yo soy el primogénito”; por lo que nadie entonces hubiera adivinado en él, aquel centauro luminoso que mis ojos empañados de lágrimas ya no divisan sino en el resplandor de apoteosis lejana, abrazado al titán de su rescate, junto con el cual, en la inmortalidad de una sola gloria, aparecen en el horizonte de Cuba —como dos estrellas gemelas— confundidos en la misma grandiosa intimidad de Pelópidas y Epaminondas.

Allí también —guía y consejero de todos —iba el prestigioso Zambrana. Apenas alijado el cargamento y organizadas las huestes rebeldes de aquel territorio, por el sufragio de sus habitantes se formó un nuevo Gobierno local, con el nombre de Asamblea de Representantes del Centro, que compusieron Salvador Cisneros Betancourt, Ignacio y Eduardo Agramonte, Francisco Sánchez Betancourt y Antonio Zambrana, una de cuyas primeras disposiciones fue aquel decreto de febrero de 1869 que declaró libres a todos los esclavos de la Isla, y a virtud del cual, sin duda ninguna, había al fin de desplomarse la fábrica monstruosa cimentada en el martirio de una raza.

...la fundación, en fin, de la República en aquel villorrio inmortal de Guáimaro. 
Ilustración de R. Calindo para el folleto Vida y muerte de Ignacio Agramonte, Camagüey, 1941

Influían por modo decisivo en aquel gobierno y en su comarca esencialmente demócrata los dos jóvenes abogados que poco antes de la guerra habían recibido su investidura en esta ciudad; y ambos —con amigos devotos que les secundaban— emprendieron la grandiosa obra de unificar la Revolución, fraccionada, con el levantamiento de las Villas, en tres provincias independientes, y de consolidarla y engrandecerla dentro del molde americano y supremo de la República. Esos jóvenes —orgullo de nuestra fecunda Universidad cubana—eran, como habréis adivinado, Ignacio Agramonte— ejemplar augusto y postrero vaciado en el troquel desaparecido de Cincinato y Washington, gloria del Camagüey y honra de la humana estirpe— y Antonio Zambrana, hijo preclaro de la capital y gloria de la tribuna americana.

Sería, aunque muy grato para mí, imposible, e inoportuno además, referiros esa historia tan interesante como trascendental, y en consideración también a que duraría mi relato un año entero; aunque no debo callar que esos dos compañeros decididos vieron al cabo coronados sus ingentes esfuerzos, para lo cual tuvieron que desplegar eximias condiciones de diplomáticos, de hombres de estado y de apóstoles enérgicos de aquellas progresivas y dignificadoras ideas. El resultado fue múltiple y sucesivo: la Constituyente; nuestra primera Constitución; la instauración de la Cámara de Representantes; la fundación, en fin, de la República en aquel villorrio inmortal de Guáimaro, que desde entonces resuena en el corazón cubano con el prestigio hierático, misterioso y santo con que para otros los nombres sagrados de Jerusalén, o Roma, o Covadonga, o Plymouth, ciudades o lugarejos genitores en que prendieron las primeras raíces de la conciencia o la nacionalidad de pueblos y de razas.

Zambrana —para no hablar ya sino de él— había ido de lugar en lugar, de campamento en campamento, relampagueando en improvisadas tribunas, donde su divina palabra le fundía el calor de la vida y la esperanza, derramaba las ideas como riego de estrellas, ejerciendo, por su inspiración y artística armonía, seducción irresistible y universal, e iluminando las conciencias con las claridades de esa nueva aurora del espíritu cubano.

Cuando yo, adolescente, ingresé en la Universidad casi a tiempo que él salía, oí ya su nombre consagrado por el amor y el entusiasmo de sus condiscípulos como timbre de las aulas y esperanza legítima de la patria. En los tres años que siguieron, su fama se extendía por la ciudad; la guerra la llevé) de un extremo a otro de la isla, y luego, en emigración forzada, conquistó el cariño y la admiración de la América latino española.

Si en la fulgurante tribuna de la Revolución conmovió y cautivó los corazones, iluminando las inteligencias con la electricidad de las ideas republicanas, en las tierras del continente, hasta el culto y lejano Chile, entre aclamaciones de aquellos herederos de los grandes fundadores de nacionalidades, fue el cantor peregrino de las hazañas de sus compatriotas, convirtió su prosa, resplandeciente de pedrerías, en estrofas pindáricas consagradas a la memoria querida de los guerreros, los patriotas excelsos, los héroes incomparables que en el suelo sagrado de la patria realizaban portentos de valor y sufrían inauditos martirios por fundar una nueva nación en este hemisferio de la libertad y de la República.

Luego de terminada la larga guerra, no para una paz fecunda y definitiva, sino como una tregua indefinida, y a tiempo de comenzar la activa campaña civil en pro de la autonomía, volvió a Cuba, cooperando en la magna y para muchos inútil, aunque siempre benemérita empresa, con la misma resolución, el mismo espíritu patriótico y la misma deslumbradora, pero, si cabe, más experta elocuencia que había puesto al desinteresado servicio de la independencia, el heroísmo v la gloria de los cubanos, infundiendo en las venas empobrecidas del partido en que se afilió, la sangre rica de hierro que circulara en las arterias de la Revolución; mas, como signo de la * vanidad de esc generoso esfuerzo de suprema reconciliación con la metrópoli, la sombra inmortal y entonces venenosa del pasado le cerró las puertas del Congreso de Madrid, donde habría su magnífica palabra despertado los ecos del honor, de la altivez y de la guerra para convencer a la reacia España de los peligros de su obcecación y sus errores.

Y entonces, descorazonado y triste, tomó otra vez el camino del destierro. En una república hermana que le dio abrigo fue desde luego el maestro de su ávida y ardorosa juventud, y siempre, constantemente, el mismo gran apóstol de la buena doctrina. Una generación centroamericana le debe su cultura, y pueblos enteros oyeron continuamente brotar de sus labios, como enjambres de abejas de oro cargadas de purísima miel, raudales de ideas en pro de la libertad, de la justicia y de fraternal concordia.

Apenas vuelto por segunda vez a la patria, su actividad incansable y su no desmayada propaganda revelaron desde el primer momento la firmeza apostólica de quien no ha perdido la fe en la eficacia de las ideas y en las conquistas de la palabra luminosa y sincera. No sé si al cabo de su larga ausencia, en que sobrevinieron tantas alteraciones radiosas o sombrías, tantas risueñas o pavorosas vicisitudes, habrá sentido en lo íntimo del pecho, viéndose en medio de un pueblo diferente, entre gente nueva y diversa, lo que aquel holandés del cuento famoso de Washington Irving, que durante veinte años estuvo durmiendo en la montaña, y cuando bajó a su aldea, presa de estupefacción indecible, llegó hasta perder la conciencia de su propio ser al convencerse de que, menos el paisaje, todo lo demás había cambiado y era para él extraño y aun hostil, y que en su propia casa, convertida en un montón de ruinas, su último habitante, el perro que le fuera tan fiel, demostró —gruñéndole con miradas de lobo— que también le había olvidado!

En cambio, para muchos, para mí en primer término, su grata presencia, a pesar del tiempo y los sucesos transcurridos, nos arrebata a otro mundo que más me parece haber soñado que vivido; me hace recordar las ideas que un gran poeta esculpió en los versos admirables que compuso para el quincuagésimo aniversario de la representación de Hernani, y que yo hubiera querido adaptar a esta ocasión para recitarlos, como entonces lo hiciera insigne artista, llevando en la mano, verde palma como emblema de la inmortalidad; porque el nombre de Zambrana, ahora como antes, debiera resonar en nuestros corazones, y en el mío resuena, como trueno lejano del combate, como distantes estampidos del cañón, embriagarnos con el olor renovado de la vieja pólvora que quemamos en la brega sin fin; y cuando se avivan, como furiosa jauría, esos ecos dormidos de nuestra historia, quien ame la patria y lo bello, la virtud y el honor, el heroísmo y la gloria, ha de sentir conmovido que pasa sobre su alma la sombra de la bandera. ¡Ay! los grandes soldados de la vieja guerra han muerto; pero ahí está todavía en pie uno de los que en días de gloriosa palingenesia contribuyeron heroicamente a que surgiera como un sol de vida en el mezquino horizonte de la colonia el nuevo ideal de la República!

Él, que ha recorrido el mundo y conocido los hombres; que ha resistido las tentaciones corruptoras, y puso siempre desde los días de su brillante juventud la dignidad por encima del oro, casi en el ocaso de la vida se encuentra tan pobre como un jornalero, por haberse mantenido fiel —con ánimo sereno y alma pura— a la belleza, a la verdad y al ideal.

Se ha anunciado que el tema del discurso que ya estamos todos impacientes por oírle es “la mentira poética”. No sé lo que haya de decir para mi instrucción y seguramente nuestro encanto: quizás sostendrá que —como yo lo creo— la única verdad, o mejor, lo que nos eleva, lo que nos purifica, lo que nos consuela, lo que nos hace mejores a nuestros propios ojos y da verdadero precio a la vida, no son los sentimientos de los hombres “prácticos”, sino los que inspiran a los poetas, a los soñadores, a los que buscan más allá de la vulgaridad y las bajezas de la tierra los bienes y goces que ella no da, la satisfacción de esa sed de ideal que no se sacia en ninguno de los impuros manantiales de aquí abajo.

Pero no me preocupa su discurso en este instante; sino que estoy pensando en el rumor que he recogido de que el amigo y el compatriota ilustre nos deja muy pronto para retornar, empuñando de nuevo su bordón de peregrino, a la tierra hospitalaria que le ama y le ha honrado y premiado con los empleos de mayor confianza en la instrucción pública, la diplomacia y la magistratura suprema; y esta nueva me produce muy honda tristeza. ¿Será verdad que los cubanos no encuentran fácilmente calor en su propia tierra? ¿Es sino y desventura acaso del cubano que ha servido a su patria no recoger, por lo general, como fruto amargo, sino la ofrenda desvergonzada de la envidia, la ruin desconfianza de la ambición, o el menosprecio de la necia vanidad? ¡No puede ser! ¡No debe ser! Y yo hago votos por que el viejo combatiente del buen combate no se aparte otra vez del suelo en que nació.

Las agitaciones, las amarguras, los desengaños, todas esas aflicciones destructoras que él ha conocido con la vana grandeza de la gloria y la triste realidad del desencanto y del olvido, en estas latitudes castigadas por un sol de fuego que todo lo destruye y vivifica con igual rapidez en los corazones y en la naturaleza, y en que son por lo mismo tan violentas como efímeras, sensaciones de la carne y emociones del espíritu, las ha probado él para saber de sobra que los manjares con que unos a otros suelen brindarse los hombres casi siempre saben a ceniza... y —no obstante— ahí está aún, resistiendo por la energía de su ánimo fuerte los menoscabos del cuerpo fatigado y la dura experiencia de la vida, a extremo que me pasma que tras tantas tempestades como han doblado nuestro organismo y anochecido nuestras almas, esté yo aquí enfrente de él, en esta hora otoñal en que se han marchitado las rosas de las gayas ilusiones dejándonos clavadas sus espinas, para verle y admirarle, como antaño le contemplaba, erguido sobre el pedestal de su tribuna; pero con más ternura todavía; con el melancólico y casi doloroso cariño que nos inspiran las cosas y los hombres que los años consagran y esmaltan en la memoria y en el corazón, y que por eso tal vez parecen —con el tiempo que fue— mejores, y más bellos y más grandes!


Tomado de Manuel Sanguily: Discursos y conferencias. La Habana, Imprenta de Rambla,  Bouza y Cía., 1919, tomo II, pp.435-456.

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